16 abril 2010

Todos los abuelos

No es del todo malo hurgar la tierra del jardín, justo debajo de los árboles que más queremos. Lo que quiero decir es que no viene mal, de vez en cuando, volver la vista atrás y reconocer las raíces de nuestro propio pasado. Dicen por ahí, que cuando regresamos a ver, corremos el riesgo de convertirnos en estatuas de sal (y aún en estatuas de lágrimas). Mas, algunos recuerdos son como la sal de la vida. Tampoco viene mal irrigar con las lágrimas de la memoria nuestra propia identidad; es decir, las raíces de lo que somos, aun al precio de la nostalgia.

Viví desde los seis años con mi abuela Carlota, mi abuela materna. Era ella una cuencana que nunca había adquirido la singular forma de hablar de los azuayos, porque quizás, como dicen en nuestra tierra, “había salido a tiempo”. Temo que sus delicados y finos rasgos faciales, no iban de la mano, ni hacían juego, con su comprensible irritabilidad e impaciencia. Es que, se había hecho cargo a sus setenta años de tres mozalbetes traviesos, inconformes e inquietos. Había ella misma enviudado pocos años atrás; y el haber presenciado ese extraño cofre de madera, con los restos de su ya ausente esposo, constituiría para mí uno de mis más viejos recuerdos. Ella embozaba, con su austeridad, aquel corazón suyo tan compasivo e indulgente, adornado de muy tiernos y generosos sentimientos.

Mi abuelo materno respondía al nombre de Alberto. Su apellido era Moncayo y era riobambeño de nacimiento. Parece que había sido un hombre devoto: lo atestiguan viejos daguerrotipos y recortes de sus escritos, que han quedado en periódicos y cuadernos. Había dejado, en contra de su voluntad, su querida provincia natal, acompañando al éxodo de su primera hija (mi madre) hacia esa ciudad que para él era tan distinta a la tierra querida de sus vitales recuerdos. Llegó a Quito a morirse de nostalgia. Mis tíos habrían de decir, con el tiempo, que mi abuelo extrañaba demasiado esa tierra, donde era conocido por todos y donde se sentía alguien; y que cuando vino a Quito, se había muerto “sólo de los nervios”. Nunca lo conocí, ni pude jugar con él, que para eso son los abuelos. Sólo me queda su imagen encontrada en unas pocas fotografías, donde la serena altivez de su rostro, no parece ir de acuerdo con esos ojos melancólicos y con su mirada ausente, saturada de nostalgias y tardíos arrepentimientos.

Y Alberto se llamaba también mi abuelo paterno. Papá nos llevaba a visitarlo de tarde en tarde. Era un viejo bondadoso de mirada impasible, detrás de la que escondía la ternura de sus reales sentimientos. Podía adivinarse que había sido un hombre alto y elegante. Nunca abandonaba una especie de silla de ruedas, a la que habían retirado sus móviles aditamentos. Cubría sus rodillas con una ligera frazada para abrigar su cuerpo. Hablaba con dificultad y respiraba con apremio. Había una mezcla de conformidad y de angustia en su rostro y en sus gestos. Se había puesto a esperar la muerte. Murió sano, aunque cansado. Murió de viejo… Creo que no se irán jamás de mi memoria su porte distinguido, su actitud afectuosa con sus nietos, y ese tortuoso respirar que poco a poco iba perdiendo vitalidad, energía, ilusión y aliento.

Este otro abuelo Alberto había enviudado de la abuela Rosa, la madre de mi padre; y había optado por desposarse con su cuñada Anatolia, para ese entonces un raro y no muy usual acuerdo. Los hijos que habrían de venir, serían a la vez sus sobrinos. La tía habría de convertirse en la madrastra; y mi papá pasaría a tener unos hermanos, que serían a la vez sus primos directos. Era la “Tolita”, que así es como la llamaban, un personaje diferente, obsesionado por los cascabeles ensortijados que adornaban las mejillas de su rostro y por las incidencias en la vida de sus parientes lejanos y de sus cercanos vecinos. Papá le regalaba con su afecto como si fuera su madre; y ella le consentía como si él hubiera sido su hijo primogénito. La recuerdo siempre sentada junto a la ventana, como controlando el paso de los “malos aires” para proteger al abuelo; y quién sabe, como esperando con curiosidad el paso de los vecinos; o simplemente, y con resignación, el paso implacable del tiempo.

Vivian estos abuelos en una calle empinada y empedrada que comenzaba en el viejo coliseo. Cuando llegábamos a su casa, parecíamos tan agotados que nos ofrecían de inmediato un refrescante refrigerio. Llegábamos pidiendo clemencia y por clemencia terminaban también estos quincenales encuentros. No había juguetes en esa casa, donde un olor a tierra mojada se había impregnado por todas partes, no sólo en los rosales del huerto. En esa casa no había otros niños y estábamos obligados a guardar un profundo y respetuoso silencio. Solo había dos abuelos sentados en un dormitorio saturado de retratos, tolerando el disimulado bullicio creado por la ocasional visita de sus innumerables nietos.

Concluyo esta nota recordando a dos amigos que tuvo mi abuela Carlota. Sus visitas eran siempre esporádicas; pero, en ambos casos, venían sin anunciarse. Podría decirse que nosotros las esperábamos con simpatía en el primer caso; pero no siempre eran bienvenidas en el segundo, al que aquí me refiero. Eran personajes contradictorios, y tan diferentes entre sí, que se hubiera dicho que la humanidad misma se clasificaba en un amplio espectro que se repartía entre esos dos extremos. El uno se llamaba Aurelio; la otra se llamaba María y estaba dispuesta a reclamar un dudoso e impertinente abolengo. Mama María Freile es como la conocíamos. Quizás ese era también su nombre de pila completo…

El primero llegaba desde Cuenca a ofrecer sus joyas y alhajas que las llevaba a mostrar en un maletín pequeño. Venia justo luego de la cena y tengo la secreta sospecha que le unía a mi abuela una suerte de romántico sentimiento. Cuando llegaba a visitarla, se suspendía el rezo cotidiano del rosario y todos quedaban absortos al escuchar el progreso en la salud de cierta sobrina que escuchaba un ruido demencial en su propia cabeza, soportando así un insufrible tormento. La otra era una anciana extrovertida y nada discreta. Vestía invariablemente unos trajes abotonados (estilo “Sastre” los llamaban) que le daban un aire policial de directora de escuela. Tenía una voz atiplada, amplificada con un tono alto, pesado y estentóreo; con él podría decirse que ella se había declarado enemiga mortal de la confidencia. Hablaba de todo con autoridad de especialista; pero procuraba no hablar de política, porque era ferviente velasquista y esto no siempre parecía entusiasmar a mi conservadora y religiosa abuela…

Siempre tuve la impresión que ella escondía, detrás de su elocuencia, la carencia de esa cuna y ese abolengo, que parecía otorgar tanta altanería a sus novedosas afirmaciones y a ese garbo anacrónico con que desplazaba al caminar sus muslos y protuberantes caderas. Ella fué para nosotros como una ventana abierta al mundo. Con ella descubrimos que en la vida pueden haber disímiles criterios y también otras, muy diferentes, ideas. Saberla escuchar con paciencia y con respeto, fue la gran lección de tolerancia que siempre nos inculcó con sabia magnanimidad la abuela. Con sus visitas fuimos comprendiendo que el ardiente y fogoso discurso de algunos líderes inflama las esperanzas de los que sueñan.

Sydney, 16 de Abril de 2010

Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario