25 abril 2010

Las lágrimas, la memoria, las palabras

Me veo con cierta frecuencia en el espejo. Estoy obligado a hacerlo; y no como consecuencia de mi natural e inveterada vanidad (que desborda su cauce, como lo dijo alguien ya) sino porque a mis años, no he aprendido todavía a rasurarme sin tener que utilizar un instrumento que me ofrezca mi propio reflejo. Entonces, me veo ocasionalmente en el espejo y siento que estoy joven todavía, a pesar de mi canicie prematura y esos achaques que ya se fueron quedando, como parte de mi bagaje, como inseparables a mi propia personalidad… Son, mi escoliosis, las persistentes hemorroides y las palpitaciones irregulares que a veces siento. 

Pero, me veo joven. Me siento fuerte y sano. No aprecio todavía arrugas, ni surcos profundos y preocupantes en mi cara. Tengo todavía mucha energía y vitalidad. No obstante, he notado últimamente unas como grietas incipientes y preocupantes en mi alma… Y es que he empezado a hacerme lo que mis hijos llamarían un “viejito maricón”, y esto, yo no se porqué será! Por cualquier cosita menor y sin aparente importancia, se me vienen a los ojos unas imperceptibles y brillantes lágrimas. He empezado a convertirme en un viejito lacrimoso y sentimental. 

Compruebo, para mi consuelo, que Dios nos ha regalado a los mortales tres atributos inigualables: los lágrimas, la memoria y la palabra; que, si bien lo meditamos, esto El nos otorgó con exclusividad y en perpetuidad a los humanos. A nosotros los humanos y a nadie más. Me salto en esta auditoría, de adrede y con intención, la risa, que yo creo que no es sino una forma distinta y alegre de ponerse a llorar… En mi reconocida ingenuidad y candidez, antes había yo creído que los humanos teníamos una cierta cuota para esto de las lágrimas; y había pensado, que después de lo que pasé de niño, se había acabado mi personal asignación; que, en suma, había ya llorado tanto, que ya sería muy poco lo que luego en la vida tendría para llorar. 

Así fue como sentí, cuando desapareció el avión de Saeta en el que se encontraba esa mujer maravillosa e inolvidable que fue mi tía Anita, una extraña sensación de impotencia: no me salieron por casi una semana las lágrimas, que las necesitaba con urgencia perentoria para desahogar mi pena. Estuve roto, agobiado y abatido por dentro; pero… nada! Comprobaba con furiosa amargura que no me salían las lágrimas, que talvez ya había perdido esa virtud, que ya no sabía cómo ponerme a llorar! 

Igual cosa me pasó cuando murió en un accidente de aviación incomprensible e injusto, ese adalid del comedimiento, ese campeón de la ternura, que fue mi hermano Adrián. Acudí a esa ciudad morlaca, a donde tuve siempre que acudir por motivos tristes, a recoger sus calcinados y mutilados restos en el frío patio de un humilde hospital. El había tenido una sensación premonitoria, que me había participado en forma extraña, unos pocos días atrás. Habría de ser ese, el golpe mas doloroso y lacerante de mi vida. Pero… tampoco encontré ese alivio desahogante de las lágrimas, cuando me fueron más necesarias, cuando me hacía falta su valor curativo. De nuevo, me sentí por unos pocos días incapaz e impotente. Otra vez me sucedió: tampoco podía llorar. Tuve que esperar unos pocos días más. De pronto, una tarde desahogue mi agonía y mis recuerdos. Agarre y mordí una almohada en un hotel y como un niño triste y desesperado, como un loco, me puse a llorar… 

Si, hoy lo recuerdo. Y se me vienen de nuevo a los ojos las lágrimas, lo expreso con estas humildes pero reverentes palabras, sonrío ante el recuerdo de sus actitudes y sus hilarantes extravagancias; y, a pesar del paso del tiempo y la distancia, noto nuevamente que he dejado resbalar un par de esas lágrimas; que he tenido que contener el sentimiento y la nostalgia. He descubierto una vez más que Dios me hizo humano, que me regaló la memoria, las lágrimas y las palabras. Que me hizo comunicativo, sentimental y memorioso; aún al precio oneroso y compensatorio de mi inevitable e inminente condición de mortal… 

Hoy lloro y me pongo sentimental por cualquier cosa. Me hace falta sólo ver una cara infantil, un paisaje o leer una noticia. Me inflama de sentimiento una frase que leo, el gesto afectuoso de una anciana, la sonrisa de un hijo, la ingenua ternura o el capricho infantil de un nieto, una proeza deportiva, una despedida; en fin… tantas, tantas y tantas cosas más. Voy y me miro nuevamente en el espejo; compruebo las arrugas de mi alma, me siento de nuevo vivo y privilegiado. Le agradezco a Taita Dios y a la vida. Estoy vivo y estoy despierto! Puedo recordar, puedo decir, puedo llorar! 

Anchorage, 25 de Abril de 2010


Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario