22 abril 2010

Ensayo de la locura

Quito tenía por ese entonces sus personajes tradicionales. No hubo nada más emblemático que el infame y ennegrecido “Pajarero”, o que la estrambótica y enajenada “Torera”. Eran ellos personajes caracterizados por su falta de cordura y por su aparente ubicuidad; se los encontraba por cualquier parte y en el momento y circunstancia que uno menos podía esperar. Sí, ellos fueron, entre otros pocos, los individuos que eran parte de los archivos del absurdo y de los activos de las curiosidades de la franciscana capital.

Hubo también otros que fueron, a su vez, parte consustancial de la fatigosa y escarpada cuesta donde estaba ubicada la casa donde viví, cuando sólo era un curioso e inquieto rapaz. Estos personajes pasaron a ser parte de nuestra reducida y particular antología del disparate. Ellos fueron las figuras inolvidables de un barrio y de una calle que uno no puede, que no quiere dejar de recordar.

Los llamábamos en la familia de forma puntual y diferente. A ella la conocíamos como “la loquita” y al otro como “el loco de enfrente”. Dice el dicho que “cada loco con su tema” y a lo que quiero ahora referirme es a su particular y estrafalaria forma de trastorno, que le daba a cada uno su propia identidad, que le asignaba a cada uno su peculiar y alienada individualidad. Creo que debo referirme a ellos siguiendo la costumbre impuesta por las normas de lo que en la escuela nos enseñaban con una asignatura conocida como Urbanidad.

Así que, “primero las damas!”... Ella era una mujer ya madura, que conservaba, sin embargo, arrestos de energía, ímpetu y vitalidad. Vestía invariablemente una suerte de salida de cama con unos pocos aditamentos que completaban su disfraz; vestimenta a la que había querido ella otorgar la impronta inocultable de su cotidiana y permanente nupcialidad. Era la loquita, un ser alterado, confuso y perturbado que salía todos los días a la vereda de su casa a esperar a un novio que nunca se aparecía y que quizás ella presentía que nunca se iba a animar a llegar…

Una bacinilla vacía y enlozada, así como un envejecido aventador de mimbre completaban su desordenado y extravagante atuendo matrimonial. Acercaba su oreja al filo mismo de la acera, la loca, probablemente para anticipar el advenimiento de ese tardío y esquivo novio que nunca llegaba, que desde siempre se había atrasado en llegar… Su triste realidad fue siempre para mí como una cruel forma de metáfora: la permanente y repetida espera de una ilusión que nunca se concretaba, que jamás habría de llegar!

El otro, el loco de enfrente, era un mozuelo atolondrado, andariego, bullicioso y pugnaz. Quien lo veía no advertía su demencia de primera mano; pero pronto se apercibía de que lo perturbaba una extraña y belicosa variedad de locura. Su pugnacidad era su demencia. Su demencia era pugnaz. Se paraba este loco en el portón mismo del zaguán de su residencia para, con un gesto o una palabra mal intencionada, molestar y provocar a los transeúntes, para hostigar con los arrebatos de su alterado cerebro a todo el que pasada; en suma, para retar con su manía a una contienda a trompadas a todos los demás.

Vestía el infortunado personaje unos mamelucos de mezclilla que ayudaban a camuflar su agresividad. Lucía este loco un corte de pelo muy corto, casi al estilo de los conscriptos en su primer año de servicio militar. El reducido tamaño del cabello dejaba a la luz las cruentas huellas de sus despropósitos, las lacras que en el habían dejado sus innumerables riñas a puñetazos y coces; sus desquiciados y torpes encuentros para disputar con arteras patadas, trompones y arañazos, su sanguinaria y descabellada preponderancia; su infame reino de la demencia. Era este el patrimonial estilo de su nunca disputada paranoia, de su conflictiva y maliciosa inestabilidad.

Fueron múltiples las ocasiones que yo, apostado a la ventana de mi casa, pude contemplar el espectáculo que nuevamente había montado el loco, empeñado como estaba en lucir sus habilidades pugilísticas, su violencia y su belicosidad. Era la suya una extraña forma de exhibicionismo; también una disimulada advertencia de lo que a nosotros nos podría esperar. Había que verle la cara al demente para comprender que su cabeza no era de carne y hueso, sino que había sido elaborada con algún pétreo, áspero y endurecido material. Su apariencia era humana, pero el empaque de su catadura era más bien el de una fiera; su gesto y sus enardecidos desplazamientos eran los de un animal.

Un día mientras golpeaba y desfiguraba a uno de sus contrincantes de ocasión, tratamos de estimular, desde nuestra cómoda tribuna en la ventana, al oponente que había sido escogido por el loco en esta nueva oportunidad. Al reconocer nuestro antagonismo, o simpatía hacia su victima y enemigo, cesó en su pugnaz tarea el loco y optó entonces por “venirnos a visitar”. No recuerdo quién fue el culpable de la imprudencia, ni el “beneficiario” de la reacción del orate vecino, pero lo cierto es que, quien respondió al llamado de la puerta, se topó de manos a boca con "el loco de enfrente" que le esperaba con una trompada en las narices; afrenta de la que, me imagino, su nueva victima nunca se habrá podido ya jamás olvidar!

Chicago, 23 de Abril de 2010
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