09 abril 2010

Gato Torero

(Recomendación de empleo)

Regreso ocasionalmente a mi tierra una vez por año. Me siento, un poco, como en casa cuando llego por fin a la sala de espera del aeropuerto de Miami, donde cada vez, tengo que tomar el vuelo final para llegar a mi esperado destino. Ahí mismo, encuentro siempre una variedad de personas conocidas que me saludan o me identifican. La característica de mi trabajo, que es una actividad diferente, crea probablemente esta suerte de artificio. Es como si muchas personas supieran quien soy. Porque, y lo digo sin inmodestia o vanidad, parece que para mucha gente resulto conocido.

Es probable que la natural circunstancia itinerante de mi profesión, produzca esta situación gratificante. Es, quizás, natural e inevitable: alguna vez pusieron sus vidas o la de sus seres queridos en mis manos… Es como si alguna vez yo hubiera sido su cardiólogo y su abogado; su guía turístico y su escribano; su consultor y su carrocero. De mí, alguna vez, dependió su seguridad y su vida. Ser aviador es todo eso. Es, ser el conductor del avión y el que satisface su comodidad y su seguridad al mismo tiempo…

Y sucede también que, una que otra vez, percibo una venia o una sonrisa; y no sé si es sólo la cordialidad natural que parecen tener los que viajan, o si es que mi frágil y traicionera memoria está intentando otra vez, uno de su caprichosos y tortuosos juegos. Es el terminal aéreo el lugar para la conversación improvisada, la charla espontánea, el comentario fugaz, la presentación no planificada, la risa que disimula la ansiedad, el nerviosismo que se esconde detrás del bostezo.

Es entonces que, esta última vez, noto una como contínua insinuación a la confidencia de alguien que también espera en ese congestionado terminal aéreo. “Creo que ya no se acuerda de mi, capitán” me dice un individuo con un aire que denuncia el pesado fardo de alguna tristeza, que no puede esconder la inconfundible impronta del sufrimiento. “Soy el Gato, mi capitán, acuérdese, el que manejaba las mulas de estiba de carga y los montacargas en el aeropuerto”. Recuerdo entonces a alguien que he dejado de ver desde hace quince o veinte años y que era un personaje querido y apreciado en el aeropuerto quiteño. Pero… reconozco que el “Gato”, que ahora recuerdo, era más bien un joven alto (más joven que yo), de ojos claros, bien parecido, pronto a la confidencia; pero, sobre todo, servicial, diligente y honesto. Y me digo “Dios, cómo hemos envejecido, cómo ha pasado el tiempo!”. En eso, caigo en cuenta que hay algo que no es normal en la forma en que a él le afectó, más que a mí, el paso del tiempo.

Es cuando que, como quien se desahoga y se confiesa, me cuenta su tragedia y la razón de sus ojeras y sus canas; de sus arrugas y sus tormentos. “El año pasado enterré a mi hijito, mi capitán”. “Tenia poco mas de veinte añitos, era oficial de policía. Era nuestra luz y nuestra alegría; nuestra ilusión y nuestro sustento!”.

Me parte el alma ver sus ojos derretirse en lagrimas; de ser testigo de su corazón destrozado; de reconocer su drama, su angustia desesperada, su insoportable sufrimiento. Me cuenta así, de la pasión de su hijo por el deporte, de su trote solitario esa mañana en el calor del estío porteño, de su infarto impensable, de la participación de la tristísima noticia, de su viaje apresurado para recoger al fruto perdido de sus días; convertido ahora sólo en despojos, sólo en funerarios restos!

No tengo palabras para reanimarle, para reconfortarle con mi voz de estímulo, para ofrecerle el respaldo de mi aliento. Yo, que guardo en mis bolsillos las palabras, no las encuentro en ninguna parte; soy inútil y torpe ante el dolor absurdo y atroz de su espantoso e inenarrable sufrimiento. Recuerdo mi lejano dolor como huérfano de padre y madre, la pérdida de mi hermano Adrián; pero no puedo imaginar siquiera la tragedia personal contenida en la pérdida de un hijo. Así es como finalmente entiendo su conmoción y su nostalgia; su agobiante amargura, su prematuro y voraz envejecimiento! “Hay palabras para significar las ausencias familiares, como viudo o como huérfano”, me dice, “para no hay una palabra en castellano para expresar la pérdida de un hijo”. No hay palabras para representar ese dolor, me digo yo para mis afligidos adentros!

Y así, como quien se seca con el reverso de la mano sus lagrimas, me cuenta un episodio hilarante y casi cruento. Es el motivo de su apodo, del porqué su familia y sus amigos no le dicen ahora Gato, sino “Gato Torero”. Sucede que al celebrar un acontecimiento festivo familiar, alguien propuso alegrarlo con la tienta de unos “toros de pueblo”. Fue ahí que lo que tenía que ocurrir, ocurrió: a alguien se le pasaron los tragos y se lanzó a los brazos de una dudosa y fugaz fama; y a los cuernos de un avieso y nervioso becerro. Al observar que el animal revoloteaba al imprudente intruso, que era uno de sus propios cuñados, el Gato, en un gesto de generosa y solidaria valentía, también se lanzó al rescate en temerario gesto. Comprendió entonces el alcance de términos como trapío, cornada y embestida; y descubrió en su propio cuerpo la incursión de la cornamenta del astado y el húmedo calor de su propia sangre, en esa tarde de recuerdos toreros. Ahora su apodo tenía nombre y apellido; ya no seria en el futuro el “Gato” a secas, había pasado a ostentar un taurino bautizo, al concluir el episodio que ahora cuento.

Hoy, el Gato Torero está sin trabajo y no sabe de otro oficio; que no es el de la lidia de novillos, sino el de la conducción de equipos de movilización y trasteo. Yo se que él es un hombre bueno; es servicial, es empeñoso y sabe hacer muy bien sus tareas; las cumple siempre con dedicación y esfuerzo. Hay, entre mi familia y entre mis amigos, quienes utilizan estas máquinas formidables que hacen en segundos lo que tardaríamos los humanos un año en hacerlo. Ayúdenme a conseguirle trabajo; yo, se los recomiendo. Creo que si le ayudamos a recuperar su actividad y su oficio, le habremos rescatado de su comprensible congoja, de su horrible depresión y de su doloroso momento. Creo que es un hombre confiable; creo que él es un hombre honesto. Ayúdenme, queridos amigos, a rescatar a este Gato de las arenas polvorientas de su ruedo de tristes nostalgias, de la cornada atroz del porfiado animal de sus desgarradores recuerdos.

Amsterdam, Abril 9 de 2010
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