24 abril 2010

De linajes y prosapias

Tengo un pequeño problema, en forma continua, recurrente y reiterada. Es el uso de todos mis nombres y apellidos completos especialmente para mi registro en los múltiples hoteles que, a causa de la naturaleza de mi oficio, tengo que visitar. Tal parece que, si la reservación se ha hecho utilizando todos estos nombres, es decir de la misma manera que están presentados en mi pasaporte, los encargados del registro se encuentran de pronto como atrapados en un indescifrable laberinto y no tienen indicio de qué nombre único tienen que emplear. Esto habría de entenderse, intuyo yo, como derivado de la forma como se otorgan y emplean en otras latitudes (y longitudes) los nombres y apellidos que nos dan identidad.

Es que, con el ya universal uso de las computadoras, u ordenadores como los llaman los amigos en la madre patria, la probable limitación en el número de dígitos alfanuméricos, hace imposible que los nombres largos y compuestos se puedan seguir usando de la misma forma como se utilizaron en el pasado. A esto deben quizás sumarse las nuevas normas internacionales de seguridad. Esto produce que muchas veces se tengan que reducir obligatoriamente los nombres que al nacer nos han obsequiado; y lo que es más grave, que por satisfacer este prurito de mantener el orden original, se empleen nombres con los que no nos reconocerían ni nuestros propios papás.

En mi caso particular, se hace imposible muchas veces encontrar la reservación respectiva en los hoteles en que debo alojarme. Cuando mi esposa o mi familia me llaman por teléfono, se topan con la intrigante respuesta de que el suscrito “no esta registrado en esta casa asistencial” (yo mismo lo he intentado y me contestan que no estoy en donde creo que debería estar). Cuando utilizo el Internet, no tengo ni idea del apellido que he de usar para poder “acceder a la red”, como ahora se llama a esta herramienta que ese tren alocado y vertiginoso llamado progreso nos ha ido obligando a utilizar. Descubro con irritabilidad y sorpresa que me viven cambiando de nombre y apellido, según el arbitrario o aleatorio capricho del dependiente de turno, en cada nueva localidad. Resulto así, “rebautizado” de Moncayo, de Mariano, de Alberto; y, hasta de “de Jesús” con esta odiosa y jamás uniformada manera de registrar la personal individualidad.

Concluyo que esta inconveniencia con las nomenclaturas no tiene que ver con nuestra vanidosa obsesión por los linajes y los abolengos, sino tan sólo con la costumbre como cada una de las diferentes culturas, registra lo más importante de cada uno de nosotros, que no es otra cosa que nuestra identidad. Me permito, en este punto, una breve digresión: hace muchos, muchos años, asistí a uno de esos cursillos de relaciones públicas en donde, a cada uno de nosotros, nos fueron averiguando como describiríamos, en pocas palabras, lo que nos parecía que más nos identificaba o nos diferenciaba en forma especial. Todos y cada uno de los presentes respondimos con frases rebuscadas y elocuentes que trataban de expresar nuestra individualidad; pero, a ninguno de nosotros se nos ocurrió utilizar nuestros nombres propios, los términos onomásticos que ya nos habían otorgado al nacer nuestros respectivos papás!

Tan sólo hace pocos siglos, nuestros propios antepasados usaban su particular arbitrio para escoger la manera como otros les habrían de llamar. El uso de la preposición “de” y de la conjunción copulativa “y”, constituyó parte de esos caprichos antojadizos que se habrían de extender como aroma de incienso por toda la sociedad. Si mi nombre era Juan Pérez, optaba por llamarme Juan de Pérez; y aún como Juan Pérez y Gómez, aunque este Gómez, no hubiese sido el apellido de soltera de mi mamá. Casos al canto: Miguel de Cervantes y Saavedra, pertenecía aparentemente a la alta burguesía, pero no usaba el apellido de soltera de su madre (de Cortina) talvez por ser judía conversa su propia mamá. Infiero que algo parecido pasó con el incorregible y genial Francisco de Quevedo y Villegas, cuyos hidalgos padres obedecían a los apellidos de Gómez de Quevedo y Santibáñez de Villegas, respectivamente; para ya no confundir a la selecta audiencia y así eximirme de usar otro ejemplo adicional.

Los portugueses han complicado más las cosas todavía: anticipan el apellido materno al paterno. Con esta costumbre no nos quedaría claro si Edson Arantes do Nascimento (el famoso Pelé, el de los balones de “futebol”) era hijo de un señor apellidado do Nascimento o si ese era el apellido de soltera de la madre de este ilustre deportista. Los rusos y eslavos complican mucho más aún las cosas, pues usan un derivativo del nombre de sus propios padres, de acuerdo al sexo propio (léase género) para completar su registro con un segundo nombre adicional. Algo así como Juan Gustaviano Perez o María Gustaviana Gómez, si Gustavo sería el primer nombre de su padre…

A excepción de los impronunciables nombres indios (que parecen contener en sí mismos toda la entera mitología del Ramayana), los asiáticos parecen ser los más simple y prácticos en cuanto a un sistema de identificación e identidad. Los indonesios utilizan sólo un nombre; y, su apellido, para efectos de registro, es el mismo nombre que el primero de sus papás (si me llamo Juan Jorge es porque Jorge es el primer nombre de mi papá). Los chinos y coreanos son también muy pragmáticos en este sentido: anteponen el apellido, que usualmente es muy corto (no tienen nada como “Cabeza de Vaca”, por ejemplo; a lo sumo “Muuú...”) y sus otros dos nombres constituyen un sólo nombre compuesto en la realidad. Por ejemplo: Tan Chen Hong. Aquí, Tan es el apellido; y Chen Hong es el nombre, que además tiene un significado. Como no sé el idioma, sólo me tengo que imaginar ese significado; que casi siempre es algo auspicioso, por lo demás.

Los americanos (o sea los norteamericanos de Estados Unidos) y por extensión todos los sajones, han conseguido un gran avance con esto de la simplicidad onomástica. El señor James Bond es James Bond y punto. Marilyn Monroe, se llamaba Norma Jeane Baker, pero el público le conocía sólo por sus dos nombres artísticos y nada más. Entonces nadie tiene que estar adivinando, ni apostando a cuál mismo será el nombre o el apellido; y nadie está preocupado por que lo vayan a confundir con el vecino de mas allá. No pasa, en esos lugares, como con nuestros presidentes o futbolistas, que basta que se hayan convertido en un poco conocidos para que ya quieran que uno tenga que referirse a ellos con todos sus nombres y apellidos; como si, al no hacérselo, sería imposible el que se los pueda reconocer o identificar. Lo de los magistrados es un tanto comprensible, dados como somos los latinos al “grandiosismo” y a la veneración política. Lo realmente inexplicable es lo otro; pues, el moreno delantero Lupo Quiñónez, por ejemplo, pasaría a ser un desconocido para los aficionados futbolísticos, si no se lo menciona también y alternativamente como Lupo Senén Quiñónez Valencia. Dios mío... lo que nos pides que tengamos que aguantar!

Eso es todo. Nada más por hoy. Siguen firmas.

Mariano de Jesús Alberto de Vizcaíno y Andrade. Marqués de Casablanca y de Armijos. Conde de Moncayo y Segarra. Su humilde servidor…

Anchorage, Alaska, 25 de Abril de 2010
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1 comentario:

  1. Estimado Alberto, te cuento que esto de los nombres y apellidos tambien me sucede a mi todo el tiempo en Arabia, tengo una variedad de nombres, al comienzo no le daba importancia no me importaba hasta que tuve que sacar mi licencia de manejo en Arabia Saudita y al final del tramite y todo en arabe me tope con mi "sargento" (todos son iguales en todas partes del mundo) y me niega la licencia porque no coicidian los nombres con los de la computadora central del departamento de pasaportes, para acortar la historia me demore 1 mes en solucionar el problema y ahora en todo lado como tu tengo problemas de todas maneras por como esta hecho nuestro pasaporte del Ecuador y como lo interpretan en estas latitudes todas mis tarjetas e identificaciones son F. Bekdash que es mas facil para ellos, pero no coinceden con el pasaporte...saludos

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