02 junio 2011

Crisis, cruces y encrucijadas

No sé si estén emparentadas etimológicamente, pero siempre me pareció que esas tres palabras (crisis, cruz y encrucijada) estaban relacionadas. Y descubro que en ciertas circunstancias de la vida, cuando se trata de un momento decisivo, de un esperado cambio brusco e importante, de una situación dificultosa y delicada (son los distintos significados de “crisis” que encuentro en el diccionario), parecería que las tres estarían, de alguna manera, identificadas… Mi advertencia implicaría que hay momentos en la vida (los llamados instantes críticos), en los que habría que sufrir y sentir dolor para poder salir adelante… Qué mejor ejemplo que nuestro propio nacimiento, cuando la alborada de la vida viene precedida de una cláusula de dolor; y cuando ese episodio de realización y de alegría es anticipado por uno de sufrimiento…

En mi caso personal, uno de esos momentos especiales me sucedió en mis tempranos días de escuela. Estábamos afuera en el recreo de cuarto grado, y yo me había quedado en los corredores, mientras los otros muchachos saltaban, corrían y jugaban. De pronto, se me fueron unas lágrimas de melancolía y no pude evitar que uno de los profesores me hubiera visto llorar... Entonces éste se me acercó, y al preguntarme que qué era lo que me pasaba, creo que pretexté que sentía una dolencia estomacal. Entonces llamó a uno de mis compañeros, uno que era reconocido por su amabilidad; a él le pidió que me acompañara hasta mi casa, y que se asegurase que yo había dejado de sentirme mal.

Cuando salimos del colegio y me preguntó mi condiscípulo que cómo me sentía y que qué mismo me pasaba, tuve que confesarle el motivo de mi súbita nostalgia… Fue por ello que él sugirió un trayecto que no conducía a mi casa, sino a una que estaba ubicada en una cuesta empinada que llevaba al cerro de San Juan. Ahí, en un zaguán adoquinado nos pusimos a jugar por el resto del día y a “curar mis retorcijones”, tomando unas pastillas de afecto que en su casa me proporcionaron para calmar aquel supuesto malestar. Su madre llamó a mi casa para avisar donde me encontraba y para mitigar mi probable intranquilidad.

Así "me eché la pera" por primera vez en mi vida; y así empezó también mi amistad con este muchacho, que se caracterizaba porque parecía estar siempre buscando la manera de alegrar a los demás. En la escuela, casi siempre era escogido como el “mejor compañero”, distinción que reconocía su tendencia afable y su bondad. Era esa bondad una virtud que él había aprendido en su casa y que nunca requirió de afectación para poderla expresar. Se llamaba Fernando, y fue desde siempre, el paradigma de la sonrisa y el adalid de la simpatía; cualidades que nunca las tuvo que aparentar.

Por ello, cuando terminamos el colegio, no me causó sorpresa cuando me enteré que había optado por la psicología. Porque, unos quieren ser médicos o ingenieros; otros van para abogados o para arquitectos; él sabía que lo único que realmente quería era ayudar a otros a buscar su bienestar. Por eso escogió una disciplina emparentada con los estados del alma, una carrera que le permitiría ayudar a la gente, devolverle su confianza, y darle ese fino estímulo que en él era tan espontáneo y natural.

Por una razón que yo mismo nunca entiendo, a veces pienso en el oficio de los psicólogos, y reflexiono en el de los payasos, que aun sintiéndose tristes, están obligados a tener que alegrar a los demás. No importa si pintan su rostro con una mueca de tristeza o de alegría, sus bromas tienen solo un objetivo: hacernos la vida más leve, llevadera y fácil; hacernos reír y vernos disfrutar! Pero, con ellos, igual que nos sucede con los artistas de circo y los actores de mojiganga, a veces olvidamos que son también seres de carne y hueso, que tienen sus propios dramas y problemas, que aunque traten de hacernos reír, nunca sabemos si ellos también están tristes y tienen ganas de ponerse a llorar…! Porque esa es quizás la más clara característica de la condición humana: que sabemos reír, pero a veces también necesitamos llorar…

Nunca supe porqué empezaron sus amigos a tildarle de “Pelado”; solo recuerdo que desde un cierto día, el “mono” Naranjo así le empezó a llamar. Me persuadí entonces que algo tenía que ver con su talante, ya que no solo parecía el más risueño, sino también el menor entre los chicos de la clase. Tenía por entonces una dotación capilar escasa; e imaginé que quizás fuera por esta otra circunstancia, que le habían endosado ese calificativo que le otorgaba identidad. Él, a imagen de sus padres, había dejado una esquina de su alma para la búsqueda del bienestar ajeno; y, como pasaba con su bondadoso padre, algo en el brillo de sus ojos denunciaba su vocación e interés por ayudar a los demás.

Una tarde conversando con su padre, me propuse descubrir el secreto de su alma; de esa su paz interior profunda, de ese brillo de alegría que emitían sus ojos, y de esa como lágrima retenida que me es hoy tan difícil de olvidar. Y entonces, cuando ya creí que había hallado el callado secreto que escondía, pude descubrir otro aún más profundo que él mismo abrigaba: aquel de que no hay alegría valedera si no aprendemos a conjugar los verbos compartir y participar…

La otra tarde el “Pelado” vino a hacerme una breve visita, a regalarme otra vez su estimulante gesto de amistad. Entonces pensé en otra bondad, la que conmigo tuvo el destino, que quiso darme como compañero de escuela, a un muchacho al que nunca le estuvo permitido ponerse triste, porque su vida estaba destinada a favorecer la alegría de los demás. Entonces, descubrí el real motivo de su apodo; descubrí que “pelado” es alguien que no tiene piel, alguien que carece de epidermis, y deja traslucir la bondad interior de su alma a quienes necesitan un poquito más de felicidad…

Shanghai, 3 de junio de 2011
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