18 junio 2011

Ensayo de la estulticia

Estúpido. Imbécil. Idiota… Qué interesante es encontrar el origen de las palabras! Me pregunto si uno puede ser inteligente y, a la vez, hacer tonterías? Es que, me he entretenido con un editorial reciente, que analiza el sentido etimológico de la palabra “estupidez” que, según Corominas, sería un término heredado del latín “stupidus”, que significa “aturdido”. Y que, según el diccionario de la Real Academia, significaría "necio, o falto de inteligencia". Sugiere quien escribe, que “en apariencia, una persona inteligente no estaría en capacidad de hacer estupideces, lo cual, paradójicamente, ocurre con bastante frecuencia”…

La reflexión me ha llevado a recordar a un joven amigo de juventud. Estaba dotado de una inteligencia excepcional; era una mente brillante, con la capacidad de discusión lógica más vertical y contundente que jamás haya conocido en mi vida. Tenía una cabeza genial, era una maravillosa maquina de pensar. Gozaba, además, de la suerte de haber accedido a una educación de privilegio; era bien parecido y seducía con el embrujo de su desbordante simpatía; pero… era propenso a caer en el reino sin fronteras de la estulticia. Brillante e inteligente como era, no cesaba, sin embargo, de cometer continuas y frecuentes tonterías!

Una tarde me llamó su madre para que fuera a visitarla. Quería conversarme acerca de su hijo. Le atormentaba que un muchacho que tenía tanto por ofrecer y aprovechar, y que estaba destinado a dar satisfacciones a su familia y a la sociedad, estuviera insistiendo en incomprensibles necedades y desperdiciando su talento, cayendo en tantos errores como si lo que poseyese no fuese intelecto, sino solo fofa bobería. Le hablé de su inteligencia. “Mijo –me dijo con resignación y melancolía- ser inteligente, no consiste en tener buena cabeza, sino solo en saberla utilizar en las cosas simples de la vida”. Fueron palabras que reflejaban dolor y renunciada esperanza, pero también profunda y enorme sabiduría…

Mientras recuerdo la infinita bondad de quien fue la madre de mi amigo, repito en mi memoria la altiva mirada de sus hermosos ojos azules, la ternura que siempre tuvo para conmigo; y medito en el porqué de la extraña tendencia que los hombres tenemos de caer en la tentación de hacer ocasionales tonterías. Cuántas veces no nos decimos a nosotros mismos “qué tonto que soy!”, sea porque erramos, porque olvidamos algo, porque nos descuidamos; o porque hicimos lo que no queríamos o terminamos haciendo lo que no se suponía. Nos vemos en el espejo y no entendemos cómo se nos pudo ocurrir haber dicho algo o haber hecho una nueva estupidez, que no tenía sino nuestra propia autoría!

Yo, que vivo haciendo tonterías, pero que gozo por ventaja de cierta absolución porque no puedo alardear de tener tanta inteligencia, me pregunto a veces por qué no se me ocurrió una opción que estuvo a la mano, o por qué no opté por una más coherente alternativa. Deduzco que aunque decimos que “errar es humano” (que es la excusa más frecuente), que no logro explicarme por qué es que, a sabiendas de las pérfidas consecuencias y los evidentes riesgos, metemos por ahí mismo la cabeza (también es figurativo) y volvemos a caer en otra inexcusable tontería.

Las llamadas indiscreciones, en las que conocidas personalidades han caído en algún momento de su vida, me han hecho recordar el comentario que leí alguna vez en un periódico americano, con respecto a estas insensateces: “Lo que sucede –escribía el articulista- es que Dios nos dio a los hombres un cerebro y también un órgano entre las piernas, pero parecería que no nos regaló suficiente sangre para irrigarlos a los dos en forma simultánea”… Por mi parte, dudo que ésa sea la causa científica; y estoy persuadido que, cuando tiene que ver con debilidades y concupiscencias, actuamos muchas veces sin meditar en las implicaciones, ni tampoco en las inevitables consecuencias. Por desgracia, nadie está exento de cometer actos absurdos, acciones que motivan la incredulidad ajena, que incluso conducen a la risa y que terminan por llenarnos de vergüenza.

El comentario al que al principio hago referencia, ha coincidido con mis apuntes de Miguel de Unamuno, relacionados a su magistral obra “Del Sentimiento Trágico de la Vida”; allí hace justamente una referencia al significado etimológico de una palabra parecida y emparentada: el término “idiota”. Él, refiriéndose a un cierto momento de controversia en el pasado, dice que “la victoria se fue por el lado de los idiotas; en el sentido etimológico de propio (particular), primitivo; como el de los simples, rudos y de cabeza dura”.

En efecto, el “idiota” en la antigua Grecia, era quien sólo atendía a sus asuntos particulares y no podía intervenir en las cosas que eran públicas. Probablemente la connotación posterior de zafio o ignorante vino justamente para referirse a quien no se ocupaba de lo público, sin embargo de que ello afectaba su vida. Algo similar sucede con la palabra "imbécil" que, en su origen, era una palabra utilizada por los griegos para designar a los débiles, a quienes necesitaban apoyarse en los demás… Luego pasó al latín con el sentido de “quien se apoya en el bastón o quien carece de apoyo”… Lo que sucede es que, tanto imbécil como idiota, se empezaron a usar en Europa en el siglo XVII, para identificar a los disminuidos o débiles mentales. Y, así, fueron utilizados desde entonces como un insulto…

Sí, “una cosa terrible es la inteligencia”, diría el maestro vizcaíno, y concluiría que… “la verdad es que el hombre, que es prisionero de la lógica, sin ella no puede pensar”. A pesar de que “... siempre ha tratado de subordinar la lógica al servicio de sus caprichos”. Quizás esto explique mejor nuestras frecuentes estupideces, nuestros continuos y nunca aislados desaciertos. Cierto no? Qué tontería!

Anchorage, junio 17 de 2011
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