04 junio 2011

Sabiduría y conocimiento

Hay declaraciones que nos es perentorio confesar. Aun a sabiendas que el pecado a desembuchar no sustentaría la remisión. Porque, así como el sólo hecho de haber nacido ya sería en sí un pecado (¿no era eso lo que nos enseñaron que era el “pecado original”?), hay otros deslices y omisiones que sin ser ni mortales ni veniales, nos llenan de vergüenza con el solo hecho de admitirlos; aun cuando tuviésemos la más íntima convicción de que no involucrarían nuestra culpa, ya sea porque nadie nos había dicho que esas faltas eran de nuestra responsabilidad; o, si nos lo dijeron, porque desconocíamos entonces cuál fue el alcance real de nuestra culpabilidad en su acometimiento…

He terminado de leer “San Manuel Bueno, mártir” de Miguel de Unamuno; y, luego de haber disfrutado de esa novelita formidable (“nivola” la llama el maestro vasco), he tenido que averiguarme: por qué es que nunca nos presentaron a dicho autor en nuestros días de colegio? Por qué es que nadie nos habló de él? Y es que, si el escritor y filósofo español, no nos fue referido en su debido momento, solo pudo deberse a cierta intencionalidad, a una probable ignorancia de su obra o a su personal desconocimiento… Si no, ¿cómo es posible que no hayamos tenido acceso al más culto escritor español que vivió en el siglo en que nacimos? Qué es lo que impidió ese imperdonable soslayo, ese absurdo menosprecio?

Pueden haber algunas causas, las mismas que se desvanecen cuando recordamos la calidad que sí tuvieron nuestros propios maestros. Es probable tambien que los llamados “pensum” o planes de estudio, se hayan implementado con un criterio provinciano y trasnochado. Además, la práctica de la lectura no ha sido todavía debidamente sembrada e impulsada en los áridos terrenos de nuestras escuelas y colegios. Y, en el caso de Unamuno, como había sucedido con Kepler y Descartes, simplemente fue incluido en un “código" de autores que por sus ideas y creencias, pudieron ser considerados peligrosos para los valores morales y religiosos de nuestro tiempo.

En este sentido, creo que “nos salvamos con las justas”. Quiero decir que nuestra generación nació “justo a tiempo”. Esto, porque en esos mismos años de colegio, cuando pudimos haber sabido algo más del formidable pensador español, recién había dejado de tener vigencia el infame Index Librorum Prohibitorum (Índice de Libros Prohibidos), en el que se habían también incluido sus obras (especialmente La Agonía del Cristianismo y Del Sentido Trágico de la Vida). Porque el Índice habría de ser formalmente abolido por el papa Paulo VI recién en el año 1966, es decir, luego de casi cuatrocientos años de ingrata vigencia; desde cuando fuera instaurado y promulgado en forma oficial y por primera vez en el Concilio de Trento.

Por ello digo que nacimos a tiempo; o, casi... Porque, si bien nosotros pudimos tener de golpe acceso a esos “textos libertinos” y más “documentos pecaminosos”, que podían haber puesto en riesgo nuestros convencimientos y creencias; en cambio esa posibilidad había sido negada a nuestros padres y maestros, quienes solo pocos años antes, no habían tenido oportunidad de considerar, reflexionar y discutir acerca de su contenido medio secreto. Por ello es que tengo que comentar que “me acuso y me confieso”, porque había salido del colegio sin haber saboreado unas meditaciones que, es cierto, pudieron haber retado mis propios convencimientos; pero que, a la vez, pudieron habernos dado acceso a unas meditaciones que merecían ser fortalecidas (o cuestionadas), las de esa dualidad existencial que llamamos “la fe”.

Pero, de otro lado, sería injusto culpar a nuestros ocasionales maestros, porque muy probablemente ellos tampoco tuvieron acceso a ese oculto conocimiento. Si una discusión válida tuvimos en aquellos días (en los que yo mismo quizás me caracterizaba por mi rancio y recalcitrante misticismo) fue la de que eso de creer (es decir la fe), obedecía a un proceso personal, a eso que los filósofos llamaban “fenomenología”; la certeza de que creemos no por nuestros propios méritos, o que descreemos porque fuera nuestra culpa; sino que aquella tendencia, como la de enamorarse, se daba por un fenómeno de fortuna e íntima espontaneidad. En las palabras del propio Unamuno: "La fe es un hecho en los que la poseen, y disertar sobre ella los que no la tienen, es como si una sociedad de ciegos discutiera acerca de lo que oyeran hablar de la luz a los videntes”...

Es probable que el Índice haya tratado de protegernos en su tiempo. Cuántas cosas no se hacen con el pretexto de proteger a los demás! Es indudable que su intención era la de “purgar” las lecturas de los creyentes. Bien sabemos que purgar significa depurar; pero, como a menudo sucede con los matamalezas y con los purgantes, se corre el horrible riesgo de no solo acabar con los parásitos, sino también de expulsar lo bueno; y así es como se termina por arrasar con todo…

Se dice que “San Manual Bueno, mártir” sería la obra maestra de Unamuno. El existencialismo reclama su descarnada honestidad como un símbolo de la angustia y el desasosiego espiritual del hombre. Es la historia de un cura de pueblo que prefiere ocultar su descreencia a sus feligreses para así satisfacer su ingenua felicidad. A ellos no les predica lo que verdaderamente siente ni piensa, pues para él el paraíso está en este mismo mundo; el no cree ni en la otra vida ni en la llamada vida perdurable. El está para hacerles “vivir” a sus feligreses a su cándida manera, “para hacerlos felices, para hacer que se sueñen inmortales.” Pues, su propia verdad, la razón de su propia angustia, sería simplemente “algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella…” Y, prefiere "dejarles vivir tan felices y en la ilusión de que todo esto tiene un sentido"...

Sí, porque al contrario que la sabiduría, el “conocimiento” no siempre lleva a la felicidad…

Shanghai, 4 de junio de 2011
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