11 junio 2011

De bonsáis y otras hierbas

Ayer nomás hablábamos de los infames ciclos circadianos. Imagino que así como hay ciclos en el día, hay también ciclos y etapas en la vida; y, como en el caso de los siempre fastidiosos ciclos circadianos, intuyo que hay también cláusulas y episodios en la vida, con los que nos resulta un tanto difícil el proceso de adaptarnos. Nada es permanente ni dura para siempre en la vida: todo cambia y se transforma; y cuando nos parece que nada cambia, somos nosotros mismos los que, de alguna manera, también hemos cambiado… Entonces, qué no daríamos por detener el elusivo transcurrir del tiempo; o, qué no daríamos por tener otra vez la oportunidad de poder repetir, al menos, la misma experiencia…

Pero, como reconocían y nos lo recordaban ciertos pensadores del pasado siglo, el ser humano es él y su condición, es él y su tiempo, es él y su circunstancia… Nuestra vida y nuestra condición existencial están marcadas por el tiempo que nos ha tocado en suerte vivir, por el ambiente y el espacio físico que nos rodea, por quienes nos tocó en fortuna que estuvieran cerca, por las decisiones que hemos tomado en el pasado, por nuestro carácter y personalidad; en suma, por lo que decía Ortega y Gasset: por nuestras circunstancias.

Ante eso, no hay nada que podamos hacer. Esas circunstancias no se separan de nosotros, como no podríamos tampoco divorciarnos de nuestra propia sombra. Somos “un ser y su sombra”; con la contradictoria e inquietante diferencia que, muchas veces, es la sombra la que define a la figura y frente a esa caprichosa realidad, nada podemos hacer por oponernos a ella o por alterarla… Cara a esta evidencia, resultan confusos, para expresarlo de alguna manera, los reclamos y reivindicaciones por la libertad humana (el llamado libre albedrío) o los de quienes, inquietándonos con su propia ironía, nos recuerdan que en la vida estamos condenados a tener que escoger… Que estamos “condenados a ser libres”, porque el hombre no puede dejar de ser responsable por lo que hace…

Sin embargo de lo dicho, y haciendo meditaciones más humildes y disquisiciones más domésticas, a veces he pensado en lo formidable que sería que pudiésemos detener el fluir del tiempo; por lo menos para, a través de ello, poder disfrutar y gozar de nuestras familiares realizaciones y vivencias. Claro que con aquello entraríamos en el mundo lúdico, artificioso e inaccesible de la fantasía; y, además, nos opondríamos, en cierto modo, a las provisiones de la ética, pues los personajes o individuos involucrados, reclamarían, a su vez, la oportunidad de vivir el flujo normal de su propio tiempo, de gozar de sus propias realizaciones, o (quién sabe!) de sufrir con el resultado de sus propias decisiones y con la ingrata secuela que generan sus inevitables e insospechadas consecuencias.

Pienso en todo ello mientras cavilo en qué sucedería si los hijos de uno serían como un bonsái; árbol diminuto al que se ha detenido artificialmente su libre crecimiento con la nada secreta técnica de cortar sus ocultas raíces … Qué hermoso sería poder cortarles esas traviesas nutrientes; y así conseguir que esos tiernos e inquietos muchachitos se quedaran pequeños e inocentes por un poco más de tiempo! Sin embargo, correríamos igual riesgo que con esos árboles diminutos a los que hemos detenido o coartado su natural crecimiento: que habríamos conseguido prolongar que se vean muy graciosos y muy lindos, pero que estaríamos condenándolos a que se queden para siempre pequeños! Imagino que lo mismo les pasaría a nuestros propios hijos, si optaran por tratar de conservarnos en nuestra actual y presente condición, con la inútil intención de evitar que un día nos convirtiéramos en viejos…

Pero… eh ahí la paradoja de los bonsáis: la de que nuestro empeño por obstruir su normal crecimiento, solo impediría que ellos lleguen a su tamaño natural, mas no que logremos detener el implacable paso del tiempo. Con los hijos pasaría los mismo, que los dejaríamos pequeños, pero que no podríamos evitar esa ingrata sensación que nos produce el observar a un niño con características de viejo… Porque, en la vida hay un tiempo para todo; para la alborada de la ingenuidad, para el inquieto florecimiento de la mocedad, para los renovados alardes de la ansiada madurez; tiempo para el tardío y cándido reconocimiento de nuestros errores (lo que, si no incurrimos en otro error, es también lo que llamamos sabiduría). En fin… tiempo hasta para perder el tiempo; tiempo para el olvido y para la inexorable despedida!

Supongo que con los barruntos de quienes hacemos estas “reflexiones en voz alta”, ha de pasar algo parecido, que no nos sería ya posible cortar sus raíces para así impedir que se expresen y para que expresándose pudieran crecer… Actuar en contrario nos llevaría a la certeza de que si algún fruto podrían llegar a ofrecer en cualquier momento, éste estaría impedido de exhibir un tamaño generoso. Sucedería como con los reducidos frutos del amputado árbol ornamental, que ya serían material destinado solo para el objeto decorativo, mas no para ofrecernos su sustancia y su esperada esencia. Por ello, es preferible que salgan y que fluyan. Que se expresaran por su cuenta…

Dicen por ahí que en la vida hay que “tener un hijo, escribir un libro y plantar un árbol”. Los hombres hacemos solo lo que podemos. Y, de acuerdo con nuestras humanas limitaciones, solemos contentarnos a menudo con los sucedáneos de haber escrito en el discreto tronco de un árbol, de haber plantado un hijo y de haber tenido un libro… Porque parece que no siempre importa cómo bailemos la melodía, sino tan solo la atención que pongamos a su música, para dejarnos transportar por el ritmo que ella nos sugiera…

Chicago, 11 de junio de 2011
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