20 junio 2011

El mejor papá que he tenido…

Llegó de nuevo el “día del padre”. Empezaron también a llegar las cartas de los hijos. Son notas llenas de cariño, que dicen de recuerdos y de sentimientos, que están llenas de promesas, que unen más… Ésa es la magia de las celebraciones: que nos dan una nueva oportunidad para abrir el corazón, para decir cosas con espontaneidad. Y esto pasa, aunque ellos, los hijos, no requieran ni de fechas ni pretextos. Porque dicen con frecuencia “le quiero mucho, pa”; y yo sé que es así, aunque ellos no siempre lo sepan expresar… Me hace pensar en que, si alguna vez pude darles algo, fue por la satisfacción incomparable que significaba “dar”; porque intuía que así, dándoles, entregándome, sin esperar reciprocidad, me justificaba en la vida y recuperaba mi íntimo impulso vital… Porque solo dándonos, podemos vivir de veras y podemos realmente amar…

Y, cuando esas notas empiezan a llegar, llegan también a visitarme una serie de episodios que me atropellan con sus recuerdos. Ahí están los viajes que juntos hicimos, las experiencias que pudimos compartir y disfrutar, el sentido solidario que fortaleció nuestro sentido de familia. Están las travesuras y las reprensiones, las celebraciones, las fiestas infantiles, las inquietudes de cada uno. En fin… las oportunidades que ellos me dieron para sentirme orgulloso de ser su padre, para disfrutar de esa distinta forma de amistad que fuimos haciendo crecer y que cada vez nos fue uniendo más. Y, ahora… cuando ya todos vuelan por su cuenta, me permiten ir descubriendo una nueva posibilidad: la que seduce con la inocencia y la fantasía, esa bendición maravillosa que es la de sentirse abuelo!

Y por ahí está, guardada entre los cajones arrumados de una bodega, o metida quizás entre las hojas arrugadas de uno de mis libros preferidos, esa tarjeta que alguna vez me entregó Bernardo cuando era todavía pequeño. “Gracias pa, por lo bueno que es con nosotros. Le deseo un feliz día del padre, porque usted es el mejor papá que yo jamás haya tenido!”… Ahí está justamente la gracia sin límites que tiene la ternura emparejada con la ingenuidad, gracia que entrega razones para la sonrisa, que impulsa a la bondad, a ese compromiso de ser amigo y maestro, que es la más hermosa promesa que podamos hacerle a la vida…

Pero… fui realmente un padre bueno? No lo sé! Solo sé que lo que hice con mis hijos, lo hice para hacerles más fácil su vida, para poderles dar lo que yo mismo no tuve, para hacerles sentir esa combinación de disciplina y afecto que creí que era ser papá, para compartir con ellos el disfrute de una infancia que me entregó el tiempo en forma distinta… Porque yo no siempre tuve la suerte de vivir con mi propio padre. Habría de vivir con él sólo los primeros años de mi vida; y mucho más tarde, cuando empezaba recién a descubrirlo, se me fue un triste sábado por la tarde, dejándome otra vez huérfano y confundido, roto de dolor y de melancolía… Sí, creo que lo perdí demasiado pronto! Desde entonces, nunca más ya lo volví a ver… Solo sé que se me fue, que me quedé muy solo, sabiendo que ése es el capricho con que lastima el ogro cruel e insaciable del destino…

La noche siguiente me quedé en Cuenca, quería acompañar a mis hermanos menores y a su madre -una mujer demasiado buena para merecer ese horrible nombre de madrastra-, y me puse a revisar las olvidadas fotografías de papá, a hurgar entre sus ordenados cajones, a explorar el secreto baúl de sus preciados “cachivaches”… descubriendo sus navajas y artilugios, advirtiendo que de él habría heredado mi obsesión por la pulcritud y la simetría; y quizás también esa empecinada e incorregible vocación por guardar cosas pequeñas y distintas que “podrían servirnos algún día”: esa, su callada y bien disimulada novelería…

Allí, esa noche, en el rincón de esa discreta sala de estar, sonaba un tocadiscos desvencijado. Giraba en él un pequeño disco de cuarenta y cinco, que entregaba una nostálgica melodía que se quedará para siempre en mi recuerdo. Y esa misma noche, sabiendo que ya nunca lo iba a volver a ver, me puse a recordar sus payasadas, sus preferidas poesías, sus juegos con nosotros cuando fuimos niños, cuando se arrodillaba en el piso y jugaba a perseguirnos cual si fuese un travieso perrito… Afuera lloraba el cielo; mientras, adentro, yo también lloraba mi nostalgia, escuchando ese pasillo que reflejaba su prematura despedida:

La noche  se hizo en mí cuando te fuiste,
y yo creí morir sin tu querer.
La noche se hizo en mí con tu partida,
y para qué vivir si ya no estas en mí…

Papá quizás no fue el padre que él mismo hubiese querido ser. Tampoco fue el que la familia de mi madre hubiera querido que fuera. Pero, lejos de alimentar en nosotros un sentimiento de antagonismo, los tíos se preocuparon por darnos lo que, por su ausencia, y sus nuevas circunstancias, papá ya no nos pudo dar. Aun así… se fue dejándonos el recuerdo de cómo supo enfrentar con humor la vida; su persistente ilusión frente a la adversidad; nos dejó la memoria de su ingenio y de sus traviesas ocurrencias, la de su elegancia no exenta de sencillez. Y nos dejó, como herencia de su vida, ese su loco optimismo; y también la cascada de su risa, la fuerza torrencial de un afecto que, como el suyo, nunca necesitó disimular…

Fueron los tíos quienes se convirtieron en nuestros “padres putativos”. Pero, aun así… papá será siempre el mejor papá que yo he tenido! Porque, frente a todo y ante todo, él fue conmigo un gran amigo; o, si no, simplemente, “mi papá”…

Chicago, 19 de junio de 2011
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