09 junio 2011

Los ciclos circadianos

En esos, mis primeros vuelos a Europa, o realmente a Oriente Medio, habría de experimentar por primera vez, esas curiosas reacciones que antes me habían sido desconocidas. No solo se trataba que ahora experimentaba un inusitado sueño durante el día (o un insoportable insomnio durante la interminable noche); sino que muchas otras de mis funciones fisiológicas se encontraban alteradas. El apetito no obedecía ya a los patrones cronológicos acostumbrados; mi siempre confiable metabolismo se había de-sincronizado; e, inclusive, ciertos traviesos y espontáneos abultamientos, que los varones solemos experimentar en las madrugadas, habían pasado a ocurrirme, qué insidioso, justo a horas del mediodía…! Una sensación similar al “soroche”, o al frío que se siente en las tardes de octubre en la serranía, se me combinaba con una desacostumbrada duermevela, y pasaba sin mayor energía durante gran parte del día…

Para entonces, la llamada “época del jet” estaba recién saliendo de su propia adolescencia. Para cuando yo empecé a realizar esos ocasionales vuelos transatlánticos, la aviación moderna recién iba cobrando mayoría de edad y adquiriendo así certificado de ciudadanía. Entonces empezaba a hablarse de un fenómeno de desadaptación al cambio de hora, conocido como “jet lag”. Se trataba de evidentes alteraciones del organismo producidas por los inesperados y bruscos cambios en nuestro reloj biológico; más severos e intensos cuando la diferencia horaria se extendía. Asimismo, se coincidía en que tal efecto era más evidente cuando el desplazamiento del viajero se realizaba hacia oriente; es decir, cuando se acortaban, en forma artificial, las horas del día.

El cambio geográfico, de acuerdo a la travesía de los meridianos terrestres, no era el único elemento que parecía ejercer influencia. El desplazamiento hacia otras latitudes con duraciones diferentes del día o la noche, como sucede con las regiones que no son equinocciales, era también un factor que producía similares consecuencias. Recuerdo, por ejemplo, cuando fui a Suecia en goce de una beca en el año noventa, en pleno mes de junio (era solsticio de verano), la caída del sol se producía casi a la medianoche. Lo que podía llamarse “noche” solo duraba algo más de tres horas y el cielo nunca llegaba a oscurecer, sino que adquiría un surrealista color azul cobalto. Es lo que se conoce como “medianoche de verano”.

Ahí pude apreciar los drásticos y profundos efectos que estos cambios pueden producir en el organismo; efectos que van más allá del simple ciclo sueño-vigilia; y que producen tan variados desajustes que van desde la alteración del ritmo cardíaco y de la temperatura del organismo; hasta cierta extraña irritabilidad y cambios en los ciclos diarios de lucidez mental y energía.

Por entonces, empezaba a utilizarse un nuevo término para referirse al motivo de estas raras manifestaciones. Se había optado por bautizarlo como “ciclos circadianos” (del latín “circa”, alrededor y “dies”, día). Se había propuesto, de este modo, un novedosa expresión que explicaba la razón para los trastornos detectados sin que se hubieran producido cambios del reloj convencional en el transcurso del día. Por esos mismos tiempos se empezaba a reconocer, en forma médica y científica, estas incómodas influencias; y, sobre todo, a entenderse que esos factores externos producían, a su vez, modificaciones endógenas, o internas, en nuestro organismo que generaban tales desajustes.

Se descubrió que la exposición a la luz producía la secreción de una substancia en la glándula pineal, cercana al cerebro, llamada melatonina. Curiosamente, pasó a entenderse que no era la oscuridad la causante de que tuviéramos sueño, sino la prolongada exposición a la claridad del día. Por esos mismos años se habían realizado una serie de interesantes experimentos, como el de privar de luz natural y referencia cronológica a varios individuos para medir la duración natural de sus ciclos de sueño y de vigilia. Los resultados fueron sorprendentes, advirtiéndose que la duración del reloj biológico era siempre de algo más de veinticuatro horas... Esto probablemente explique la más fácil adaptación que se produce en los viajes que implican un alargue, que no una disminución, en la duración de la claridad del día, como sucede en los viajes con sentido este-oeste.

Los estudios de la llamada “cronobiología” tienen solo poco más de cincuenta años; tiempo suficiente para reconocer el efecto que nos producen los vuelos internacionales. Se ha demostrado la importancia de los ciclos circadianos en la regulación del funcionamiento de los diversos órganos del cuerpo humano; y, lo que es más preocupante: se han llegado a asociar los desfases del metabolismo y de la función fisiológica con la aparición de ciertas enfermedades modernas, particularmente con ciertas nuevas formas de cáncer. En el criterio de los investigadores, estas alteraciones, como sucede con el influjo del alcohol o del tabaco, van produciendo daños perniciosos, irreversibles e irreparables.

Estoy persuadido que estos efectos, en el cuerpo humano, se asemejarían a los producidos en una casa, que aunque insistamos en pintarle y remodelarle (como cuando hacemos ejercicio físico o buscamos descanso), sería como si cada vez le fuéramos quitando un nuevo ladrillo, hasta que al final, termina por perder su sustentación, y al fin del proceso se tambalea y se cae… Hoy, veinte años después de mi experiencia escandinava, vuelvo a sentir una vez más estos circadianos efectos mientras me encuentro hacia el septentrión del paralelo sesenta de latitud norte. Pero… suficiente con lo dicho y también con el extraño terminillo! Porque… parecería que no es la tierra la que gira alrededor del sol, sino más bien que es ese astro el que gira alrededor de nosotros, como en la vieja y disputada teoría!

Anchorage, junio 9 de 2011
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