25 junio 2011

Las cosas de la vida y del corazón

Si bien lo veo, la característica que mejor parece haber identificado a mi padre no fue ni su agudo ingenio, ni su espontánea y seductora simpatía; y ni siquiera el atractivo de la apostura con que la gente parece que más lo recuerda todavía; sino tan solo la facilidad que él tenía para hacerse aceptar por la gente de toda condición; en suma, su natural y proverbial sencillez. Pienso en ello, mientras medito en que ésa es una cualidad que se expresa, de una u otra manera, en la personalidad de mis propios hijos. Por eso es que a veces me pregunto: si yo, que vengo de un hombre que era reconocido como un “pobre de espíritu” (en el sentido evangélico); y si se supone que uno se refleja en el espejo de sus propios hijos, por qué es que la gente a veces me percibe como si fuera un presumido?

Pero… ya habíamos hecho antes unas acotaciones al respecto. Por ahora, solo quiero referirme, con aparente y contradictorio orgullo, a la sencillez que adorna a uno de mis hijos; él es alguien que suele no tomarse nunca muy en serio las cosas de la vida, alguien que aunque haya tenido comodidades, no tiene grandes ambiciones materiales. Es de aquellos a quienes la Providencia les ha reservado la primera de las “bienaventuranzas”; porque a ellos se refirió Jesús en el sermón de la montaña, cuando los llamó de afortunados y les prometió ese sencillo reino de la conformidad, que eso y no otra cosa es el “Reino de los Cielos”.

Estoy en Denver en estos días; he venido a presenciar la boda de este hijo; uno que, a más de haber salido “pobre de corazón”, también nos ha salido un tanto “manso de espíritu”, con lo que infiero que se ha de completar, en su caso, la otra recompensa evangélica; la de que habría de heredar también “la posesión de la tierra”, como si no fuera ya suficiente aquello de la primera y más existencial de las promesas: la de un reino que no es de este mundo, la de un mundo que está allá arriba, más allá del horizonte, en el espacio infinito de los cielos. Y todo esto, porque, este hijo, mañana va a entrar en un nuevo “paraíso”, uno que sí es de este mundo, uno al que pertenecen otra clase de “bienaventurados”: los hombres casados…. Sí, porque es cosa muy seria, la de entrar en ese mundo, el llamado mundo de los “hombres serios”…

Y entonces se casa Agustín, el menor de mis cuatro hijos. Y siento, que está muy satisfecho con su decisión, muy contento con quien ha escogido como compañera para cruzar este “valle de lagrimas”; y me parece que lo veo muy feliz. Por lástima, no podrá estar presente Bernardo, el mayor de sus hermanos; pero han venido a acompañarle sus demás hermanos y parte de la familia. Así es como, otra vez se ha reunido la familia íntima “lejos de la casa”, para decirle a Agustín que participa de su alegría, que tiene seguridad que va a ser muy feliz con quien ha decidido compartir su vida. Que sienten que él y su futura esposa hacen una pareja de muchachos que tienen fe y que saben lo que es la esperanza, que saben lo que es la caridad; porque el amor viene por su cuenta cuando se sabe “creer” y se sabe sentir ese calor tan especial que es el constituido por el optimismo…

Parece que él está persuadido que puedo decir unas pocas palabras importantes en el día de su boda, y me ha pedido que haga un pequeño brindis que sirva para inspirar en esos momentos de augurio y celebración. Mas… cómo decir algo sabio e inteligente si uno carece de los atributos para hacerlo; y si, además, se nos constriñe con la advertencia de un restrictivo límite de tiempo? Mientras medito en qué expresar con unas breves palabras, siento que lo más apropiado será que deje que hable con libertad mi propio corazón. Agustín es un hijo al que ya veo muy poco pues está separado por la distancia. Este es el contradictorio precio que los padres pagan cuando salen a trabajar lejos de sus raíces, cuando los hijos se van quedando fuera y sus padres se ven obligados a parcelar sus nostalgias, a renunciar a los preciados anhelos de su propio corazón…

Y ayer nomás, mientras así recordaba aquí en un íntimo coloquio - como parece que es la tradición americana -, me refería a cómo conocimos a quien a partir de este fin de semana pasará a convertirse en su joven esposa. Entonces, se me hizo difícil dejar de recordar aquella tarde de sábado, en la víspera misma de un viaje que yo tenía programado a Lisboa para asistir a un congreso internacional, que quien habría de ser bautizado un día con un nombre que nunca estuvo previsto, habría de adelantar en casi dos meses su venida al mundo. Era un pequeñísimo bebé que vino a luchar con obstinación para asegurar su presencia en esta vida y que ahora estaba convirtiendo en realidad su más importante ilusión .

Así, ese mismo muchacho que tanto aprecia la sencillez en las relaciones con la gente, que sabe que no vale la pena tomarse a sí mismo muy en serio, ha pasado a formar parte de un grupo de gente llamada “seria”, gente que sabe que tiene que aceptar con seriedad sus compromisos. Por ello, no puedo sino regresar a mirar atrás y advertir que el estar casado no puede ser sino un empeño por vivir con alegría, una alegría que no contradice sino que brinda sustento a la felicidad. Porque solo viviendo en paz y con alegría, buscando la dicha ajena sin descuidar nuestro propio goce y satisfacción, es que podemos estar casados “en serio” y así persistir en la búsqueda de nuestra más íntima ilusión.

Yo, que en la vida no siempre aprendí bien las lecciones que propiciaron mis asignaturas, estoy persuadido que así como ayudamos a buscar la felicidad ajena, solo lo podemos lograr cuando también contagiamos con nuestra personal realización. Porque solo cuando nosotros disfrutamos, podemos contagiar con el impulso de nuestra propia alegría, con el reflejo de nuestra propia felicidad.

Denver, junio 25 de 2011
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