27 noviembre 2011

Los colores que parecen y no son

Tiene apenas cinco años, pero ya reprende a sus mayores con esa irreverencia con que suelen proclamar sus conocimientos los niños de hoy en día. “Tu pregunta no tiene sentido, abuelo - me reclama -, cómo puedes preguntarme si las Montañas Azules son verdes!”. La llovizna es tan pertinaz y el clima tan escaso de buenos auspicios, que al llegar a nuestro destino, él mismo desenrolla el hilván de la encubierta filosofía. “Las Montañas Azules hoy parecen blancas por la neblina –me explica-, aunque a veces nos dan la apariencia de haberse puesto grises”.

En medio de esa lluvia que oculta el publicitado entorno y que no quiere ofrecer tregua a la impaciencia, hemos llegado ya a este pueblito pintoresco de nombre intimidante: Katoomba. He sobrevolado este lugar un considerable número de veces; de hecho, su nombre corresponde al de una de las llegadas al aeropuerto de Sydney. Katoomba está en el corazón de las llamadas Montañas Azules. Alli, el paisaje combina los formidables acantilados que se han formado en la meseta de arenisca con el bosque espeso e impenetrable de esta región de la tierra. En el centro de ese magnífico contraste destaca una formación geológica que ofrece una vista sin parangón conocida como "The Three Sisters" (“Las Tres Hermanas”), nombre que obedece a que su apariencia habría motivado una leyenda aborigen.

Mientras esperamos que las montañas recuperen la claridad necesaria para satisfacer el propósito de nuestra expedición, decidimos visitar las famosas cuevas de Jenolan. No ha parado de llover; es una llovizna inmisericorde y pertinaz, es una garúa fina que no moja pero empapa, lo que en los altos de la serranía llamamos “pacheco”. Es el comportamiento húmedo y pluvial que caracteriza al páramo. Hacia el final del trayecto, el camino se torna sinuoso y angosto, y la intensa precipitación lo convierte en peligroso por lo resbaladizo del asfalto. La neblina no permite apreciar el paisaje, pero entrega una como compensación invisible: no deja advertir la profundidad del abismo circundante. De trecho en trecho se observan curiosos y pequeños canguros que se sienten tentados a acercarse, pero que luego rehúyen el contacto y se retiran con gesto huraño y escurridizo.

Jamás me he adentrado en cueva de ninguna especie a lo largo de mi vida. Aquella, la muy madrileña de Luis Candelas, es la única que he visitado en mis viajes e innumerables visitas; pero ésta no es una cavidad subterránea, sino tan solo un lugar para saborear el cochinillo horneado como solo saben prepararlo los españoles en la península. Hablar de cuevas nos remite al cuento de Ali Babá, donde la fantasía pugna por convertirse en realidad, y conduce también al relato de la cueva de Montesinos, donde la demencia febril confunde la imaginación del personaje cervantino para transformar la realidad en mera fantasía.

Me adentro así en este subterráneo socavón; asunto que se constituye en una novedosa y virgen experiencia. Es la primera vez que descubro la escultura portentosa que ha trabajado a través de millones de años el agua sobre la roca, esculpiendo con paciente intención estos meandros en los materiales escondidos en las entrañas de la naturaleza. Observo estalactitas y estalagmitas por primera vez y aprendo a reconocer sus diferencias. Aprecio con delectación el trabajo perseverante que el efecto milenario de la humedad fue labrando en la piedra y admiro estos tesoros escondidos, todos estos mantos de colores sorprendentes que solo la luz artificial revela en la exploración de este lugar indescriptible.

No es difícil imaginar las sorpresas y dificultades con que se habrían enfrentado en la caverna las exploraciones primitivas; y los cuidados y esfuerzos dedicados para proteger y preservar estos tesoros formidables que ha querido ocultar la infatigable naturaleza. Suficiente con reconocer que con la actual provisión de electricidad, se hacen ya innecesarios los antiguos inconvenientes que tuvieron que enfrentar los primeros exploradores. Hoy, esas tareas se han hecho cada vez más ágiles para quienes continúan explorando esos ríos subterráneos y aquellos vericuetos admirables que paso a paso se descubren en esta inefable experiencia.

Amanece garuando a la mañana siguiente; empero, pasadas unas pocas horas, el cielo empieza a revelar sus azules sorprendentes. Ahora ha dejado de llover y el calor empieza a alegrar el paisaje y el ambiente. Continuamos entonces con la prevista peregrinación de los privilegiados miradores. Ellos nos permiten admirar el paisaje único y singular desde el borde de estos profundos riscos, cuyos cortes parecerían haberse efectuado con máquinas de precisión descomunales. Son abismos escarpados que incitan al vértigo; cataratas admirables que erosionan la roca; contrastes que crean estas montañas de porte inaccesible con la vastedad de la selva y la profundidad de sus valles interminables.

Las Montañas Azules constituyen un bosque protegido ubicado hacia el occidente de Sydney, en Nueva Gales del Sur. Esta asombrosa región ha sido reconocida como Patrimonio Natural de la Humanidad y representa un lugar que no se puede dejar de disfrutar si se visita esta parte de la tierra. Aquí se protege con respeto y responsabilidad a una inimaginable biodiversidad, a una cantidad enorme de animales y plantas que no existen en ningún otro lugar del planeta.

El sol ha llegado ya a su cenit, al tiempo que el cielo se ha despejado de improviso en forma generosa y sorprendente. Ahora sí, el efecto de la dispersión de los rayos ultravioletas permite apreciar ese color irreal que debido al efecto de la lejanía ofrecen las montañas. Resulta difícil no coincidir con las razones de un muchacho que no ha llegado todavía a la llamada edad de la razón, en aquello de que ciertamente era azul lo que yo le había insistido que parecía verde…

Sydney, 28 de noviembre de 2011
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25 noviembre 2011

A punto de caramelo

Las comisuras de sus labios curvaban hacia abajo otorgándole uno como rictus perenne de melancolía; mas, cuando abría la boca su rostro adquiría una rara intensidad, como que todos aquellos músculos faciales, no solo sus restantes facciones personales, coincidirían en un concertado acuerdo para servir de bóveda a la explosión contagiosa de su sonrisa. Porque nuestro amigo Caramelo era así, un individuo alegre, ocurrido y vivaz, que no podía dejar de buscarle el humor a las cosas serias de la vida y que no concebía una vida en la que no se pudiera reír, o procurar que los demás terminaran compartiendo su alegría.

Había venido a la vida ya con esa extraña fiebre que se convierte en la vocación de los aviadores, aunque - de acuerdo a su propia confesión – él hubiera preferido convertirse en torero y tomar la alternativa. Pero, pronto había advertido que su catadura no sustentaba la esbeltez que demandaban los ajetreos a los que había que enfrentarse en el ruedo. Además, como solía repetir, haberse convertido en aviador le había otorgado una licencia para poder manejar cualquier vehículo que se desplazara por la tierra. Sacando la cartera del bolsillo trasero del pantalón, exhibía una arrugada credencial de piloto donde se leía “Mono – Multi – Tierra”. “Tierra… carro, pues cholito!” decía…

Ese sábado vino a verme en el hangar. Mis vuelos ya habían terminado y quería llevarme a tomar “una sola” cerveza en el pueblo de Shell Mera. Esa vez quería conversar de una importante decisión que habría de tomar en su vida afectiva. Como era un humorista genial, nunca se sabía si era en serio o en broma lo que decía. Aunque, él no era propiamente un embromador, era un individuo especial que tenía esa rara habilidad de encontrar el sesgo cómico que tienen las cosas serias, y aun hasta las cosas trágicas que tiene la vida. Vino, digo, a invitarme a tomar “solo una cerveza”, para bautizar con su humor la decisión que ya había tomado, la de asumir la ceremonia más seria a que los hombres pueden comprometerse en la vida.

Fuimos a esa cantina – “la mejor” que podía haber en el pueblo – y, como buena cantina que era, ofrecía una tentadora fritada y una refrescante y rica cerveza, muy fría, “demasiado” fría. En el fondo del local sonaba una Wurlitzer, repartiendo ésa su música característica, que no podía ser sino, claro… “música de cantina”! Esa única cerveza se habría de convertir en la primera de una tarde que terminó para nosotros cuando ya no quisieron vendernos una cerveza más en aquella esquina. Fue ésa, la misma tarde que nunca imaginé que sería la de nuestra última despedida…

“Desde cuándo te dicen Caramelo?”, le pregunté. “A qué te refieres?”, me contestó. “Si Caramelo es mi nombre de pila!”. “Eso de Fernando es solo mi alias” continuó. “Siempre fui Caramelo; y, como todo caramelo, cuando vine al mundo ya vine así, y solo tuvieron que quitarme la envoltura!”… Como sucede siempre que se bromea sobre las cosas serias de la vida, el coloquio siguió entre chiste y chiste; y yo me quedé con la curiosidad del origen del apodo de ese hombre ocurrido que parecía ser el epítome de la distensión, la chanza y la burla fina. “Si prefieres - me dijo - Caramelo es algo así como un seudónimo”. “Así está registrado en mi partida de nacimiento, pero no sé porqué no dice también así en mi cédula de ciudadanía…”

No pude saber entonces si el suyo era un sobrenombre de corta data. O, si el apodo fue concebido por sus amigos de barrio o de colegio; o si los autores de endilgarle el adjetivo fueron los aviadores, sus recientes compañeros; o si el remoquete le habrían asignado ya en su propia familia. “Tampoco es un seudónimo propiamente dicho”, me comentó. “Si prefieres, es una especie de acrónimo que refleja en parte mi personalidad y algo de los episodios cómicos que me han sucedido en la vida”. “Sí - me dijo - es una palabra inventada como es esa de avión, que es una palabra que no existía cuando los aviones no existían todavía”…

Hoy recuerdo mis entretenidos coloquios con ese amigo ingenioso a quien conocimos en nuestros tiempos de Oriente como Caramelo. Sobre todo aquel último encuentro que tuvo algo de premonitorio, encuentro que siempre recordaré como si hubiese sido una cita postrera de despedida. Fue ésa una época triste e incierta; los accidentes eran frecuentes y no se sabía si uno terminaría también involucrado en una de esas tragedias que parecían estar acechándonos a la vuelta de la esquina! Consecuencia? Casualidad? Destino? Nunca como entonces nos habría parecido que la vida podía ser tan fugaz, que la existencia podía ser tan relativa…

Así, recordando al querido Caramelo, encuentro que “alias” quiere decir “otro”; que viene de una frase latina: “alia nomine cognitu”, que quiere decir “conocido por otro nombre”. Similar a lo que se conoce en inglés como “aka” (“also known as”) y que se ha convertido en tan popular entre las personas más conocidas por el público (aquellas que llaman “celebridades”), que podría decirse que pocas de ellas conservan todavía su nombre de pila. El seudónimo, ha servido para que ciertas personas pudieran ocultarse detrás de un nombre ficticio; sea porque quisieron ser conocidas por un nombre diferente, por motivaciones de carácter estético o, como ha sucedido en muchos casos, sin una razón aparente. Esto ha sido frecuente también entre los escritores. Muestras al canto: Azorín, Mistral, Neruda, Voltaire, Mark Twain o Valle-Inclán.

Fue en esa conversación con el inolvidable Caramelo que descubrí que la palabra que definía al aparato que volábamos era solo un acrónimo. “Avión, es una palabra creada con las siglas de su definición o concepto”, me explicó, mientras con gesto característico se acomodaba, con el índice, los anteojos que se le resbalaban sobre el puente de la nariz. En efecto, el término “avión” solo quiere decir “aparato volador imitador del ave natural” (“appareil volante imitant l’oiseau naturel”, en francés). Avión es un término que se atribuye a un ilustre francés, precursor de la aviación, conocido como Clément Ader. Desconozco si su nombre estuvo también inspirado en un acrónimo. Eso se me olvidó de preguntarle a ese infante terrible, el incorregible Caramelo!

Blue Mountains, Australia, 25 de noviembre de 2011
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22 noviembre 2011

Cuicas, cuicas y más cuicas

Parece que en el sur del continente llamaban antes “cuicos” a los afuereños o forasteros; hoy, y probablemente por diferentes motivos, llaman así a los adinerados. En México, llaman con ese nombre a los guardias o policías; se trataría de la adaptación de un término prestado del náhuatl que quiere decir “el que canta”. En la serranía del Ecuador también usamos ese nombre, “cuica”, aunque tomado del quichua (no olvidar que en esa lengua no existe la o), para llamar a las lombrices; además, por lo general llamamos con esta palabra a todas las especies animales que tienen aspecto vermiforme o de gusano, sobre todo si son pequeñas. Por ello, el adjetivo cuico, ya con la o del castellano, (o cuica) es un sobrenombre que se usa para designar a los enjutos o flacos de carnes.

Las cuicas viven bajo tierra en condiciones de humedad, aprovechando la condición de blandura de los terrenos. Recuerdo haber ido de pesca de truchas a Chalupas hace muchos años y lo que utilizamos como carnada en esa expedición fueron justamente cuicas o lombrices de tierra. Habíamos pasado recogiendo un frasco repleto de estas lombrices de la hacienda de un amigo, antes de dirigirnos a esa zona situada en las estribaciones orientales del Cotopaxi. De la recolección se habían encargado los peones que nos acompañaron. Fue tal la cantidad de truchas que conseguimos en aquella jornada, que la auditoría final nos obligó a un reparto equitativo con los mismos proveedores de los gusanos…

A causa de la apariencia que tienen las sanguijuelas, que también tienen aspecto vermiforme, se tiene la tendencia a confundirlas con las lombrices de tierra; esto, a pesar de que constituyen una especie biológica distinta. Las sanguijuelas son más grandes y más oscuras; fueron utilizadas hasta el pasado reciente para las sangrías terapéuticas. Hubo un tiempo no muy lejano, el de nuestros abuelos, cuando eran utilizadas para el tratamiento indiscriminado de un sinnúmero de dolencias. La baba de la sanguijuela contiene una substancia anestésica y anticoagulante, por ello se la utilizó para esas sangrías, convencidos como estaban nuestros antepasados de su probable eficiencia. Con el desarrollo de la ciencia y de la medicina, tales métodos fueron comprobándose como inefectivos y empezaron a ser reemplazados con los modernos medicamentos.

En tierras húmedas y tropicales existe además un animal parecido, aunque de naturaleza diferente; trátase de una especie similar a la de una culebra pequeña, aunque sin escamas, que también tiene similitud con la sanguijuela, aunque técnicamente tampoco es un gusano; pertenece a la familia de los anfibios; puede decirse que es una salamandra sin patas. A diferencia de las sanguijuelas, estos anélidos (que tienen anillos) poseen estructura ósea y su mordedura puede ser sumamente venenosa, a más de dolorosa y muy molesta.

Hace poco tuve oportunidad de ser testigo de los efectos de la mordedura de esta diminuta especie de aparente reptil pequeño, que en nuestra costa conocen con el nombre vulgar de “pudridora”. El caso es que el trabajador afectado había estado arreglando las plantas en el jardín y sintió de pronto una especie de fuetazo electrizante. Enseguida se percató que la causante era esta como serpiente diminuta, de no más de veinte centímetros de largo, de piel húmeda y lisa. La reacción del veneno había sido tan dramática que la mano del jardinero quedó convertida en pocas horas en un muñón horrible y monstruoso, cuya infección necesitó de un agresivo tratamiento con nitrato de plata para controlar la hinchazón producida. Hay infecciones tan agresivas que no pueden tratarse con antibióticos (son las caracterizadas por la presencia de gran cantidad de pus) y la única manera de controlar el proceso de infección y, por lo mismo el dolor, es con la introducción de un cordón de nitrato de plata en la herida respectiva.

En otras partes conocen a las pudridoras como ilulos (su nombre en quichua) o como cecilias o cecílidas (de su nombre en latín). El nombre técnico de estos anfibios es sin embargo el de “gimnofiones”, aunque los conocen también como apodos (palabra grave, sin tilde). Pero, es en el campo donde los llaman con el nombre coloquial de pudridoras, probablemente porque es fácil confundirlas con las serpientes, sobre todo por la naturaleza de su temible mordedura. Estas cecilias tienen un aspecto vermiforme, carecen de extremidades y de cintura; y poseen una cola rudimentaria que las diferencia de las serpientes. Las pudridoras tienen unos ojos muy pequeños, que son órganos probablemente atrofiados que solo los utilizan para percibir la luz y así poder movilizarse.

Por ahora dejemos en paz a las salamandras o salamanquesas; baste decir que en ellas se habrían inspirado las culturas antiguas para imaginar ese ser fantástico, a veces alado y siempre sorprendente, que es el dragón de las diversas mitologías. La salamandra es un batracio que es el que más se parece en la realidad a ese animal terrible y fantástico, que con su extraña figura sugiere una múltiple mezcla entre diferentes animales y que con esas sus fauces agresivas que desprenden fuego, ha sido el contradictorio símbolo del bien o del mal; de la sabiduría o de la mala fortuna en las diferentes sociedades. Me pregunto si hay acaso en aquella creencia un atávico recuerdo de los desaparecidos dinosaurios.

Pero, volvamos a las cuicas; esto es a las “otras cuicas”, a las intestinales, a las que se presentan en forma de gusano o de larva y que constituyen el síntoma de las enfermedades parasitarias. Entre ellas se cuentan a la tenia y a la llamada lombriz solitaria, que forman parte de esta otra clase de parásitos que requieren para su eliminación de un tratamiento con vermífugos de efecto muy potente.

Mundo fascinante es el de las cuicas. Aun el de las que parecen pero no lo son…

Sydney, 23 de noviembre de 2011
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19 noviembre 2011

¡Ábrete sésamo!

Estaba ya entrada la noche cuando terminamos esa partida de billar aquél sábado por la tarde. El dueño de casa, que fungía como mi contrincante, y no contento con haberme pegado una paliza, quiso añadir afrenta a la lesión ya causada en mi amor propio. Cuando mencioné de mi preferencia por la comida italiana y que me gustaría ordenar una pizza para los allí convocados, desaprobó mi comentario en tono reprensivo. “Agradezco tu iniciativa, amigo perdedor; pero ése no es un plato italiano”, me amonestó: “La pizza es un invento de los yanquis, patentado en las ciudades gringas; mal pudieron haberla inventado los italianos - continuó - si el tomate es un producto originario de América!”. 

Un cuarto de siglo después de aquel aparente “gaffe”, que me dejó del color del mismo tomate, mi curiosidad y ese respaldo que ofrecen los apuntes informáticos han venido a rehabilitarme! No solo que la pizza sí la habrían inventado los napolitanos, sino que esta especie de torta ya había sido conocida en la actual Italia desde tiempos inmemoriales. La pita griega parecería estar emparentada con la pizza italiana (incluso en el nombre), siendo la masa de esta última muy similar a la de la “pratha” hindú, horneada con levadura y que se conoce como “naan”. Es probable que este pan de forma circular haya tenido ya ese nombre hace más de un milenio. Se dice además que los napolitanos habrían utilizado una pasta de color similar al del tomate aun antes que dicho fruto se hubiera llevado a Europa, luego del descubrimiento de América. 

Y esa pizza popularizada en Nápoles hace algo más de dos siglos, habría tenido, al principio por lo menos, solo unos mismos ingredientes (orégano, ajo y aceite de oliva); ésta forma original vino a ser conocida luego como “marinara”, a pesar de su carencia total de productos marinos, debido a que era el alimento de los marineros cuando regresaban a puerto. Más tarde y en el ánimo de reproducir los colores de la bandera italiana (verde, blanco y rojo) se habría inventado la llamada pizza “Margarita” que contiene queso mozzarella, albahaca y tomate, sobre esa masa plana de pan horneado. Todas las demás pizzas, aunque disfrutemos de sus innumerables variedades, exigen un método similar de cocción para ser consideradas como auténticas. En Chicago han popularizado una que es llamada “rellena” (stuffed), que aunque se derrite en la boca por su sabor, más bien parece una lasaña circular que una pizza propiamente. 

He recordado aquel olvidado motivo para mi ya resarcido rubor, al leer el libro primero de las Historias de Heródoto, cuando comenta la forma de cultivar el “maíz” (corn) que se tenía en Babilonia. Y entonces me he parado en seco… A ver, a ver, un momento!  –he cuestionado–. ¿Cómo es posible que se haya cultivado maíz veinte siglos antes del Descubrimiento, si se supone que esta gramínea era originaria del Nuevo Mundo? Entonces he caído en cuenta que “corn” es un término que en inglés se usa para designar también a los demás cereales. En esa clasificación se incluyen el trigo y la cebada; el centeno, el mijo y hasta el sésamo. Sí, el sésamo, que es lo mismo que se conoce como ajonjolí, y que se utiliza en Medio Oriente para hacer la “tahina”; o aquellas otras salsas preparadas a base de puré de garbanzo (“humus”) o de berenjena (el delicioso “baba ganush”). Es curioso: a estas salsas se las disfruta de mejor manera cuando se las unta a un pan parecido a la “focaccia” (también un pariente cercano de la pizza), y que sería la variante árabe del invento mediterráneo que nos ocupa. 

Es comprensible reconocer –aunque no deje de sorprendernos– que mucha gente desconoce la apariencia de ciertas gramíneas como el sésamo o el mijo; que nunca hayan visto un grano de soya o que no sepan como luce una semilla de mostaza. Cuando volaba para una aerolínea asiática y fuimos de paseo con mi copiloto a una pequeña población cercana a uno de nuestros destinos, me confesó que nunca antes había visto una vaca “en persona”, o sea “en vivo y en directo”. Yo mismo no había sabido qué forma y color tenía la soya (o soja), con la que se prepara el tofu oriental, y que no es sino el resultado de la coagulación de la leche de este tipo de fréjol pequeño y redondo, de color un tanto encarnado. Asimismo, sólo cuando conocí el “mungo” por primera vez, pude comprobar que la menestra del “dahl” hindú no se preparaba con lenteja, sino pelando este tipo pequeño de judía o poroto de color verdoso, que es originario del Asia.

Hay una expresión en nuestra lengua para averiguar de qué se trata algo que nunca hemos visto o que desconocemos: “Y esto, cómo se come?”, decimos. Esto es precisamente lo que nos pasa algunas veces cuando nos vemos frente a un plato que nos sirven por primera vez. Les sucede a los serranos cuando van por primera vez a la costa y tienen oportunidad de degustar una serie de productos de mar, que, como es lógico, no solo que no los han probado antes, sino que ni siquiera los han visto en revista. Me debe haber sucedido lo mismo cuando comí cangrejo por primera vez; o cuando, no hace mucho, me invitaron a comer pulpo crudo obtenido directamente del estanque de exhibición… 

Tampoco puedo olvidar cuando invitamos a comer a un amigo en casa y no solo que reconoció que no sabía si iba a gustarle la alcachofa, sino que nos confesó que nunca le habían dicho cómo comerla… hasta que le pusimos frente a una por primera vez! Hay tantas cosas que pudieran parecernos nuevas; y no siempre caemos en cuenta que para estar mejor informados, solo hace falta un poco de curiosidad y de ese instinto natural para averiguar, que es la mejor manera de aprender en la vida. Curiosear y preguntar, equivalen al “ábrete sésamo” del cuento de Ali Babá. Explorar se convierte así en el más mágico de los secretos de esa cueva de tesoros fabulosos que es el conocimiento. 

Así es como tal vez aprendí que el pan “con vendaje” no era pan cubierto con sésamo, sino un pan que se vendía con el beneficio adicional de la “añadidura”… 

Sydney, 18 de noviembre de 2011


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16 noviembre 2011

Sí, yo también tengo un sueño!

Era yo muy pequeño cuando tuve que visitar con cierta frecuencia aquella iglesia inacabada que llamaban con el rimbombante nombre de Basílica del Voto Nacional de la Consagración de Jesús. Y, como si no hubiera sido suficiente con la devoción familiar y con la prosopopeya de su nombre, allá tuve que acudir un par de ocasiones para dirimir a fuerza de trompones los tempranos desacuerdos pendencieros de mi vida de estudiante. Era entonces solo una capilla que ocupaba el espacio de lo que se sería más tarde el ábside de la construcción definitiva. El resto denunciaba el impulso inicial de un intento arquitectónico cuya edificación se encontraba suspendida por ya casi una centuria.

El templo había sido propiciado por un perseverante curita oblato, el padre Julio Matovelle, y el diseño se había encargado a un arquitecto francés que se habría inspirado en la iglesia de San Etienne, procurando conservar un estilo neogótico. La obra fue concluida una docena de años luego de aquellos conatos pugilísticos que protagonicé en la escuela. Su estilo era ajeno al que había querido conservar la ciudad, porque recelaba que aquel diseño resaltara una concepción un tanto anacrónica. Años más tarde, esas piedras arrumadas que parecían dar testimonio de una edificación en ruinas, habían pasado a reordenarse para transformar al enorme templo en un monumento emblemático de la urbe. De pronto, la Basílica había pasado a convertirse en un referente para la capital de la república.

Yo era también un párvulo cuando me llevaron de “excursión” al Panecillo la primera vez que estuve en primer grado de escuela (las cosas importantes habría siempre de aprender al segundo intento). Recuerdo haber subido a pié una cuesta interminable que llevaba a la cima de ese cerro al que habían llamado Shungoloma o Yavirac los aborígenes. Mucho me extrañó conocer más tarde que esa cuesta fatigante llevaba el nombre del comandante “enemigo” que se había rendido al Mariscal Sucre luego de la batalla de Pichincha, el general Melchor Aymerich. Asunto que nadie ha logrado explicármelo hasta hoy en día…

Mayor fue mi sorpresa cuando en la más absurda demostración de carencia de sentido artístico y con exceso de mal gusto, se resolvió construir sobre el cerro, -ya de sí emblemático monumento natural-, una estatua que trataba de imitar al Cristo del Corcovado, con la réplica a gran escala de la hermosa escultura de la Virgen de Legarda, tallada ciento cincuenta años antes. El exceso de un falso sentido religioso y la carencia de esa sensibilidad artística, habían conseguido una contradictoria entidad telúrico-barroca. Y ahora, en extraño maridaje, se había montado, a horcajadas, un monumento sobre el otro… Pasados los años y cada vez que los quiteños miramos hacia la cumbre del Yavirac, solo quisiéramos que esa incongruente construcción pudiera estar ubicada en cualquier otra parte.

Hay monumentos que se convierten en el símbolo mismo de la ciudad a la que pertenecen; con solo identificar su silueta podemos reconocer el lugar donde fueron construidos. Piénsese en la Torre Eiffel, en la Estatua de la Libertad, o en la Casa de la Opera de Sydney y habremos de darnos cuenta que son la más auténtica representación de sus respectivas ciudades. Son monumentos que expresan un bien logrado simbolismo, un cierto contraste que pone de relieve sus características arquitectónicas. Además, se percibe una clara intención o filosofía; están destinados a identificar la construcción con el espíritu de sus habitantes. Son hitos o referentes con los que sus conciudadanos se sienten representados. Así, las obras se van convirtiendo en cálido emblema; y esas frías estructuras se van transformando en dinámicos y pregoneros estandartes!

La construcción de estos monumentos ha involucrado a los habitantes de esas ciudades en acaloradas controversias y en apasionados enfrentamientos, pero siempre ha triunfado el criterio visionario de saber identificar a la ciudad con la voz que parecen entregar, con su silencio, el hormigón, el granito o el acero. Sus promotores han sabido aprovechar de esa rara ocasión para crear un sentimiento de orgullo y para proyectar su imagen, cual símbolo de identidad y de referencia. Estas construcciones constituyen un testimonio que quedará para la posteridad; ese y no otro es el mensaje de los grandes monumentos que identifican a las ciudades con personalidad y carácter, trátese del Coliseo en Roma o de la todavía inconclusa iglesia catalana de la Sagrada Familia.

Por lástima, cuando los ciudadanos se empeñan en la construcción de sus más importantes obras, a menudo olvidan la oportunidad que esa construcción representa. En el caso del nuevo aeropuerto de Quito, los quiteños estamos perdiendo la formidable oportunidad de conseguir un edificio del que quisiéramos sentirnos orgullosos, y que nos ha de brindar la posibilidad de afianzar nuestra identidad con la ciudad, creando un referente para el país y para toda América. Bien construido, ese nuevo terminal, debería constituirse en cimiento primordial para representar a una institución que debería brillar como modelo de eficiencia en su búsqueda de la excelencia.

Y ése es mi sueño: que un día podamos visitar una especie de inquieto y concurrido centro comercial al que se arrimen las naves aéreas; donde parezca que los usuarios se han reunido para disfrutar de un momento de distensión, en medio de una amplia bóveda donde se sienta el vibrar del orgullo por el lugar natal, la paz a que invita la confianza en las instituciones aéreas y esa satisfacción que suele otorgar el sentido de pertenencia. Ese es mi humilde sueño: el que podamos proclamar al mundo nuestra altivez de sentirnos quiteños, con un reinventado símbolo de agilidad y de puntualidad; de seguridad y de eficiencia!

Sí, no dejemos pasar el tren que se acerca en las promisorias rieles de la oportunidad!

Sydney, 16 de noviembre de 2011
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14 noviembre 2011

Vientos zigzagueantes (3)

Sería necio aspirar a que la construcción del nuevo aeropuerto capitalino tuviese las características de los que se han construido en el último cuarto de siglo en otros países con mejor capacidad económica, y con mayor densidad de tránsito de pasajeros. Este es el caso de aeropuertos alrededor del mundo como los de Osaka, Seúl, Hong Kong, Shangai y Kuala Lumpur; y aun de muchos otros que se ha preferido no reubicarlos, pero que han merecido una completa remodelación y renovación de sus terminales aéreos, como es el caso de Barajas en Madrid.

El concepto del terminal aéreo moderno parece estar completamente definido, como podría estarlo el de un edificio para realizar espectáculos deportivos o -guardando las distancias- la estructura arquitectónica de una catedral. Se trata del concepto de una nave única, con amplia y generosa asignación de espacios, con un número considerable de pabellones, o islas, donde se han de ubicar los mostradores de atención a los pasajeros, con amplios espacios y áreas donde pueden esperar los familiares y amigos que han venido a acompañar a tales usuarios. Nada tan inconveniente como lo que actualmente sucede en la sala de ingreso del terminal internacional de Quito, donde los padres no pueden acompañar a sus hijos en el proceso de registro en los mostradores, porque si no tienen un boleto de viaje no pueden acceder al terminal internacional…

De lo que se observa en las informaciones de prensa y documentos de promoción del terminal del aeropuerto de Puembo, puede observarse que no se han tomado en cuenta estas características de diseño. No hay el concepto esperado de una nave única; lo que se refleja es la existencia de dos edificios adosados, como que la parte exterior sería ya una extensión de la obra original. Al recorrer y revisar los comentarios de las páginas electrónicas que ya se han encargado del nuevo aeropuerto, puedo recoger esta válida inquietud; la impresión de quienes se han interesado en la obra es que sería un terminal caracterizado por su pequeñez.

Un terminal aéreo es una forma de promoción de la ciudad; es en cierto modo un ícono y trata de convertirse en un monumento emblemático para la urbe a la que presta sus servicios. Sabido es que, así como las ciudades están empeñadas en promocionar a sus aeropuertos, éstos deben servir para estimular el desarrollo, turismo y crecimiento económico de las ciudades a las que pertenecen. Esto es muy importante, además de su función primordial: la de servir de instrumento de recepción y distribución de pasajeros y carga, con agilidad, eficiencia y seguridad; elementos cuya ausencia satisfactoria es justamente el motivo que ha impulsado el proyecto de construcción del nuevo aeropuerto capitalino.

A pesar de las evidentes falencias del actual terminal del aeropuerto de Quito, producidas por su ubicación y las limitaciones de su espacio, éste tiene ya casi 30.000 metros cuadrados de extensión y atiende en la actualidad a cuatro millones y medio de pasajeros anuales. El nuevo terminal tendría una extensión de 38.000 metros y está proyectado para una capacidad de solo cinco millones de pasajeros. Si hemos de coincidir en que el actual terminal no tiene espacio suficiente y que su capacidad es asimismo inadecuada para manejar un número casi idéntico de pasajeros, no podemos sino concluir que la proyectada construcción va a resultar como una más de todas esas obras que emprendemos sin tomar en cuenta ni el crecimiento de la ciudad ni sus futuras necesidades.

Otro asunto que no ha sido considerado debidamente es la construcción de áreas cubiertas para estacionamiento. Ésta es una necesidad indispensable en un terminal moderno, no solo para ofrecer comodidad y versatilidad a los usuarios; sino porque su carencia generaría problemas conflictivos de agilidad en el tránsito vehicular en la zona adyacente al terminal, asunto que se quiere justamente evitar con la construcción de un nuevo edificio terminal. Es incomprensible e inadmisible que no se hayan considerado estos aspectos cuando se trató de las características mínimas de comodidad que debía poseer el nuevo aeropuerto, las mismas que para procurar su funcionalidad son exigidas en la construcción de los nuevos terminales en el mundo moderno.

Por ello que no podemos tener sino escepticismo cuando se habla de “tecnología de punta” al hablar de los conceptos de diseño y funcionalidad del aeropuerto a estrenarse, que -como se anticipa- empezaría a operar hacia fines del próximo año. Lamentablemente es ya muy tarde para cambiar el concepto fundamental si la obra civil (su estructura física) está ya por concluirse. Mi preocupación no apunta a criticar lo que pudo haberse hecho en mejor forma -en algunos casos ya no hay nada que pueda hacerse-, solo intenta ofrecer una óptica más realista para que no se produzca una lamentable desilusión; y para que, de ser el caso, se propicien los correctivos que lo tornarían en más adecuado y eficiente.

He dejado para el último la inquietud que todavía rodea a la construcción del aeropuerto de Quito: la carencia de una vía de acceso que convierta al factor de movilización, y por lo mismo a la transportación, en una ventaja y no en un lamentable inconveniente. Es de interés general que el concepto de esta obra complementaria y esencial no se caracterice por idéntica tónica; y encontremos que la cicatería de ideas y de espacios habría convertido al nuevo aeropuerto en un servicio alejado de las ansiadas características que exige la modernidad.

Es de esperar que la longitud de pista no se convierta en una restricción para los proyectos de desplazamiento hacia destinos alejados; y que el más serio defecto que el terminal tiene (la ausencia de suficientes puentes de embarque), sea un asunto que pueda ser todavía revisado y pueda ser corregido con oportunidad.

Sydney, 14 de noviembre de 2011
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Vientos zigzagueantes (2)

Mucho se ha hablado de intereses creados cuando se analiza la decisión de haberse construido en Puembo el aeropuerto capitalino. Mucho se ha hablado también de los “beneficios colaterales” que habrían apurado su contratación. Insistir, a estas alturas, en dichas acusaciones, sería inadecuado e improductivo; y se alejaría sobre todo de la intención de nuestras observaciones. Si mi primer cuestionamiento ha sido el del tamaño insuficiente del terminal y del reducido número de puertas de embarque conectadas al mismo (los llamados “jetways” o “aerobridges”), la segunda resultaría aún más importante: la longitud de la pista.

Son muchos los criterios “técnicos” que he escuchado como cuestionamientos a la construcción del aeropuerto de Puembo o Tababela. Hay quienes cuestionan su ubicación, como muy cercana a la cordillera Central (que yo prefiero llamarla Oriental), y mencionan el argumento (válido en algunos casos) de que el sector escogido sería muy ventoso y turbulento, asunto exacerbado por la presencia de quebradas en las áreas inmediatas de aproximación; y que, a más de polvoriento, este sector suele permanecer con neblina durante gran parte de las mañanas.

Lo anterior puede ser relativamente cierto; sin embargo, no parecería existir en la zona aledaña a Quito – con excepción de la planicie de Calderón, hoy ya densamente poblada- otra área con mejores características, en términos de extensión y relieve, para ubicar al nuevo aeropuerto. Eso sí, hay que hacer aquí una importante advertencia: Puembo va a ser siempre un aeropuerto muy ventoso y turbulento; no me cabe la menor duda! Quienes hemos volado en el sector cercano a las previstas áreas de aproximación de las dos pistas recíprocas, sabemos cuanta turbulencia puede presentarse por efectos del viento y cuan traicioneros e intempestivos pueden ser esos vientos zigzagueantes!

La razón para este incómodo factor es orográfica; consiste en un fenómeno conocido como “onda de montaña”, a menudo referida también como “barlovento y sotavento”. Consiste en una reacción en forma de rotor de viento que se produce cuando el aire golpea antes de las estribaciones de la montaña; pero el mismo efecto se agrava y se amplifica cuando el viento cae, luego de haber azotado la montaña, y genera remolinos que se presentan con grados intensos de turbulencia, con ráfagas contradictorias de efectos imprevisibles. En México conocen tal fenómeno como “zizayido”, que no es otra cosa que vientos zigzagueantes. Se lo conoce en inglés como “windshear”, o cortantes de viento.

En cuanto a los problemas de visibilidad, baste decirse que poco es lo que pueda hacerse, que no sea la provisión adecuada de ayudas de navegación modernas que permitan evitar que esto se convierta en una limitación para las operaciones. Baste recordar que los problemas de visibilidad son también un serio problema, sobre todo en las madrugadas y en las tardes con lluvia, en el actual aeropuerto capitalino. Lo que debe consultarse es si las dos pistas van a estar servidas con sistemas de aproximación (ILS); si se han hecho estudios para reubicar las facilidades de navegación (VOR’s); si se han considerado nuevas facilidades de monitoreo de tránsito aéreo; si se han estudiado los procedimientos de descenso y acercamiento que fueran los más adecuados; y si se va a propiciar el desarrollo de nuevas técnicas de aproximación, como los procedimientos RNAV.

Hace pocos meses llegué una noche a Quito; y, luego de hacer dos intentos en la pista 35, la tripulación optó -para mi grata sorpresa- por realizar este tipo de aproximación en la pista recíproca (17). Cabe advertir que para ejecutar dicho procedimiento (RNAV) se requiere que tanto la aerolínea, cuanto el aeropuerto y la tripulación se encuentren calificados. Este proceso de certificación no es una acción automática, ya que obedece a un largo proceso de calificación.

Sin embargo, mi gran preocupación es la extensión o el largo de la pista que se está construyendo; pues, a duras penas excede la extensión de la pista del actual aeropuerto. En elevaciones como la de Puembo, que se encuentra a 2.400 metros, la extensión de la pista resulta primordial por el hecho de que de ello depende el rendimiento de las aeronaves. Esto ha de determinar si es que éstas estarán en condiciones de realizar vuelos directos a destinos alejados. Tengo la impresión que con la longitud prevista, y dependiendo del tipo de avión a utilizarse, va a ser posible -aunque con ciertas restricciones- realizar vuelos directos a destinos como Nueva York, Río de Janeiro y Buenos Aires; pero, desde ya, creo que no podremos tener similar optimismo con destinos como Madrid.

Es muy importante, e incluso dramático, el efecto de la elevación en las pistas de altura. Este es el caso de aeropuertos como La Paz, Bogotá (con similar altitud al de Puembo), México y Denver. La pista más larga de este último aeropuerto tiene casi 5.000 metros, a pesar de estar ubicado a un elevación de solo 5.400 pies –o, lo que es lo mismo, 1.600 metros-. Sería interesante conocer si en los estudios y consultas que se hicieron, antes de decidir la longitud de la pista de Quito (solo 4.100 metros, e incluso inicialmente 3.600), se analizó el desempeño máximo disponible de aviones como el Boeing 747, el MD-11 y el Airbus 340, tanto en su capacidad total de carga como en su rango de acción, o autonomía, con esos pesos máximos de despegue.

Quizás, una vez solventadas estas inquietudes, lleguemos a gozar de un terminal ágil, cómodo y funcional; y que no se trate otra vez de un aeropuerto con serias limitaciones, que tenga que estar sujeto a continuas reparaciones y a nuevas “extensiones”. Ojalá el proyecto sea empujado por vientos favorables y no vaya a encontrar ni rachas de desilusión en los usuarios, ni nuevos vientos zigzagueantes!

Sydney, 14 de noviembre de 2011
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13 noviembre 2011

Vientos zigzagueantes (1)

Hace unas pocas semanas, y en forma casual, tuve oportunidad de conocer al alcalde de Quito. Mientras coincidíamos en nuestra visita a la Ciudad Prohibida de los emperadores chinos en Beijing, la conversación convergió hacia una encrucijada inevitable: el progreso de la construcción del nuevo aeropuerto capitalino. El personero municipal respondió a mis inquietudes con gentileza y generosidad; y al caer en cuenta de mi interés en el estado de las obras y sus implicaciones, me inquirió acerca de mi criterio técnico…

Son dieciséis años desde que dejé de volar en el Ecuador como piloto de una aerolínea nacional, función que había desempeñado por un lapso acumulado de veinte años antes de salir del país; le mencioné al alcalde que por el momento carecía de elementos de juicio para darle una opinión con conocimiento de causa, pero que me interesaría acceder a cierta información que me permitiera darle un punto de vista objetivo y útil para que él, a su vez, pudiera respaldar las características del importante proyecto. Le comenté de mi preocupación porque se habría manejado el tema con una tónica de carácter más bien político.

Si hay un problema que se ha mantenido desde siempre en la aviación nacional ha sido justamente ese como secretismo, no exento de mezquindad y prejuicios, que se ha utilizado cuando se han manejado los temas técnicos, relacionados con las obras de infraestructura y con los factores operacionales en que estaba interesada e involucrada la autoridad aeronáutica. En los veinticinco años que trabajé en el país como aviador civil, no recuerdo de una sola instancia en que la Dirección de Aviación Civil hubiera solicitado la participación de algún piloto profesional, sea para revisar un determinado procedimiento, o para recomendar cambios y mejoras, o para sugerir alternativas en los asuntos operacionales.

Es probable que tal forma de subestimación o desdén profesional haya resultado improductiva y contraproducente para los propios objetivos de la autoridad, pero ello fue siempre comprensible; tanto porque los pilotos militares, que fungieron como sus personeros, menospreciaron la capacidad y experiencia de su contraparte civil, cuanto porque desde afuera siempre nos dio la impresión que los responsables en desempeñar funciones en esa entidad, estaban persuadidos de no tener necesidad de consultar a los estamentos profesionales. Insisto: nunca tuve conocimiento, ni como piloto ni como dirigente gremial, que la DAC hubiera propiciado una consulta o animado un encuentro profesional a efecto de respaldar sus decisiones con el criterio de los pilotos de aerolínea.

Esta insólita e improductiva forma de comportamiento tiene, en cierto modo, caracteres generales en las instituciones nacionales. Existe una forma de prurito por prescindir de opiniones que pudieran ser distintas; además hay una actitud obcecada por continuar con los planes originales que se habrían previsto, para luego ir buscando justificaciones para satisfacer los cuestionamientos. Así, las buenas intenciones terminan resultando más costosas y las obras que se realizan, o las enmiendas que se implementan, terminan por no cumplir las esperadas expectativas. De este modo, las obras que se construyen resultan insuficientes, castigadas por presupuestos exagerados y bastante inadecuadas…

Esto es lo que creo que ha sucedido nuevamente con respecto a la construcción del aeropuerto capitalino. La única diferencia es que habría cambiado el nombre de la institución que debía responsabilizarse de la obra y en lugar de la DAC ha pasado a encargarse de su construcción y administración al Cabildo de la ciudad. Como, además era una decisión que debía implementarse con carácter político, lo que primó fue la voluntad de llevar adelante el proyecto, sin analizarse en forma exhaustiva, ni sus reales necesidades ni las opciones más convenientes.

Treinta años atrás, la construcción del nuevo aeropuerto en la planicie ubicada al norte de Puembo era ya una decisión tomada; lo único que parecía entonces importar era encontrar argumentos de respaldo para apuntalar dicha decisión. Pero, asimismo, ya entonces pudo haberse considerado la reorientación de la pista del aeropuerto actual para propiciar su extensión, dentro de un proyecto que habría “sacado a la ciudad del aeropuerto”, en lugar de “sacar al aeropuerto de la ciudad”. Al no haberse procedido en ese sentido, porque la decisión de construir un nuevo aeropuerto estuvo -con anterioridad a los mismos estudios- ya tomada, pasó a sostenerse que se lo debía construir a como de lugar…

Al revisar en forma somera la información técnica que es ya pública, y que está proporcionada tanto por CORPAQ como por QUIPORT, puede comprobarse con mucha pena que lo que se está construyendo es un terminal con características muy limitadas: a duras penas mejora en un veinte por ciento la capacidad del actual terminal del aeropuerto capitalino! Un terminal de ese tamaño con solo seis mangas o puentes de embarque no puede abastecer las necesidades de un terminal internacional de una ciudad con el crecimiento que tiene Quito. No es aceptable que en un terminal internacional se dependa en un setenta y cinco por ciento de plataformas remotas (veinte); y que solo un veinticinco por ciento del tránsito que utiliza el terminal sea abastecido con plataformas conectadas (seis).

Es una pena, pero tengo la desagradable sensación que se está construyendo un terminal que no tiene las características que se reclaman y que se requieren para las reales necesidades de Quito. Lo que se está construyendo es un terminal para un aeropuerto regional; esta obra nada tiene de “internacional”. El apuro nos ha hecho caer nuevamente en la mezquindad. Con la extensión adecuada de la pista de aterrizaje parece que habría sucedido algo parecido… Volveremos con más!

Sydney, 13 de noviembre de 2011
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11 noviembre 2011

Enjambres y colmenas

Muy poca gente conoce que existen diferencias entre enjambre y colmena; la mayoría está convencida que los dos términos son equivalentes. Ayer, mientras volvíamos a casa y tratábamos de estacionar, nos vimos forzados a buscar un sitio adecuado que fuera diferente. La cantidad de abejas que merodeaban el estacionamiento era tan numerosa, que quizás pasamos por la misma sensación que habrían experimentado los personajes de la película de Alfred Hitchcock que se intituló “Los pájaros”. Al igual que aquellas inquietas y agoreras aves agresivas, estas traviesas abejas parecían cuidar su recién escogido territorio y parecían interceptar todos los accesos disponibles…

Pocas horas más tarde, y para nuestra sorpresa y contrariedad, un enorme enjambre se había formado en uno de los árboles del jardín posterior; lo cual hizo pensar en la seguridad de los niños y en la necesidad de notificar la presencia de los insectos a la agencia de control de plagas. Sin embargo, pasado otro par de horas, las amenazantes abejas habían desaparecido en forma tan inesperada e intempestiva como cuando aparecieron; tanto, que quien hubiese recibido nuestra alarma y testimonio, hubiera sospechado que nos animaba una alta dosis de exageración o, simplemente, que habríamos estando mintiendo.

Cuando la abeja reina ha identificado que el número de miembros de su colmena se ha tornado en excesivo, y que la alimentación del grupo corre el riesgo de no abastecerse en forma debida, ésta se desprende de la colmena con un número menor de abejas obreras, dejándola con una reina más joven que se ha de encargar del control de dicho hábitat; asegurando así el proceso reproductivo. Los enjambres, a diferencia de las colmenas, son solo parte de dichos procesos. Tales enjambres parecen una bola en forma de nido, que cual movedizo revoltijo, se ubica con sorprendente actividad e inquietante zumbido en el sitio que estos insectos han escogido en forma transitoria, hasta localizar un nuevo lugar donde han de establecer su nueva colmena.

La colmena es entonces algo estable y permanente; en tanto que el enjambre es algo transitorio e itinerante que obedece a un interés de supervivencia biológica y que tiene carácter netamente reproductivo. Con este proceso, la abeja que ha abdicado, se retira de la colmena original y se moviliza con el enjambre hasta que las abejas exploradoras encuentren un sitio idóneo para establecer una nueva colmena en un lugar distinto. Espeluznante como parece este enjambre, que se asemeja a un ambulante avispero, no es sino un sistema de reemplazo y de reproducción con el que la misma naturaleza regula la densidad de los insectos en una misma colmena y da paso al liderazgo de una nueva generación de insectos.

Hay mucho que tenemos que aprender de la madre naturaleza, sobre todo en lo referente a ciertos tipos de insectos que tienen una forma de vida comunitaria, como son principalmente las abejas y las hormigas. Es mucho lo que podríamos aprender de las infatigables abejas, si apreciaríamos en estos insectos que hay mucho más que un asunto de mera supervivencia en estos admirables procesos. Es curioso como la naturaleza parece enseñarnos que hay momentos en la vida de los grupos sociales y de las organizaciones, cuando es fundamental que sus líderes y dirigentes sepan retirarse con oportunidad y a tiempo…

La historia de la humanidad está llena de casos de grandes caudillos y señeros personajes que cumplieron trascendentales papeles en la historia de los pueblos y naciones, pero que no supieron interpretar que hay un momento para ceder la posta y para entregar el protagonismo a un nuevo responsable. Es triste cómo muchos de ellos, en lugar de pasar al recuerdo como personajes excepcionales, han terminado alcanzando la antipatía y reprobación de esos mismos pueblos y de esa misma gente a la que con mérito y esfuerzo orientaron, impulsaron y defendieron. Porque sea por vanidad o sea por imprevisión, muchos terminaron cometiendo el mismo error: no supieron retirarse a tiempo!

Es probable que en la vida social y en el escenario político suceda como en las colmenas, que es necesario que su temporal líder se retire, para dar lugar a un nuevo protagonismo y así permitir la permanencia de las instituciones. Aun los personajes que llegan a ser considerados como irreemplazables deben tener la intuición y la sabiduría para reconocer esta realidad y aceptar que les ha llegado un tiempo para retirarse con oportuna dignidad. Proceder de otro modo, enquistarse en los puestos de mando y aferrarse a los atractivos del poder, solo crea brotes de malestar y de inconformidad; y, a la larga, solo logra obliterar la huella que hubiera servido para poner de relieve su obra y dar testimonio de sus valiosos empeños.

Este concertado retiro, marcado por la virtud de la oportunidad, es probable que produzca la reacción y la conmoción que crea el inquieto enjambre con sus zumbidos. Pero esto no ha de representar sino una circunstancia temporal, hasta que se advierta que ha servido para facilitar un saludable proceso de transición y que ha dado paso a la generación de nuevas iniciativas y proyectos. Ésta es no solo la única forma de asegurar una saludable alternabilidad, sino también la de proporcionar cimientos vigorosos para fortalecer el sistema, sobre la base de propiciar la discusión de métodos, el intercambio de opiniones y el desarrollo de nuevos conceptos. Solo así se evita que los líderes sometan a los pueblos a la voluntad omnímoda e intransigente de su vitalicia paternidad.

Watson Bay, Sydney, noviembre 12 de 2011
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09 noviembre 2011

La reconquista del espacio

Resulta grato comprobar como las grandes ciudades manejan sus procesos de organización y desarrollo. En cierto modo, puede decirse que han llegado a convertirse en “grandes” justamente porque han sabido administrar en forma eficiente su crecimiento. Ésta parecería una verdad de Perogrullo, pero solo a través de reconocer su problemática de densidad poblacional, sus factores de transporte social y de movilización, la asignación de espacios para la provisión de una infraestructura vial adecuada, las peculiares características relacionadas con su relieve y disposición natural -entre otros importantes asuntos y temas- es que ciertas ciudades modernas han logrado situarse como “grandes urbes” en el concierto mundial. Lo han conseguido en la medida que han sabido manejar y administrar estas dificultades.

Por esto es que hay enormes ciudades en el mundo que no han conseguido ubicarse entre las llamadas grandes, porque -más allá de sus problemas de presupuesto y de desarrollo- no han sabido precisamente hacer un diagnóstico oportuno de sus factores de población y crecimiento para enfrentarlos con eficiencia y efectividad. Puede decirse, por lo mismo, que todas aquellas que han conseguido un alto estándar de vida, lo han hecho luego de analizar y superar los elementos de su problemática; y esto ha requerido estudios locales y comparativos, esfuerzos en planificación, una gran mística organizativa, una estructura legal animada por la coherencia (ordenanzas adecuadas), una vigorosa decisión política y, desde luego, una satisfactoria financiación.

Las soluciones a los problemas de las ciudades que gozan, o adolecen, de procesos de crecimiento agresivo, no siempre son fáciles de implementar. Sin embargo, la buena noticia es que en materia de regular estos procesos casi no queda nada por inventar. Esta, en apariencia, insoluble temática se encuentra ya estudiada y debidamente analizada en los países desarrollados; y las soluciones se encuentran ya disponibles en forma de documentos y textos de organización y estandarización. Podría decirse que si existirían los espacios adecuados, la decisión administrativa y los recursos económicos necesarios, solo sería cuestión de aplicar esas normas ya establecidas a nivel internacional.

Temas como el ancho de las veredas, la provisión de refugios para el transporte público, el diseño de los parterres, la amplitud mínima de los carriles de las vías, la semaforización y la señalización de las avenidas y calles – entre muchos otros aspectos-, se encuentran ya contenidos en tales manuales de estandarización. Lo que resulta indispensable, luego de acceder al debido reconocimiento de las realidades locales, es la implementación de una política agresiva para asignar y recuperar los espacios necesarios para proceder al proceso de implementación.

El factor de la asignación de espacios resulta primordial; justamente porque muchos de los problemas se han creado, amplificado y exacerbado por la ausencia de espacios públicos apropiados. Ello puede ser consecuencia de la organización original de las ciudades, y aun de la inconsistencia y ausencia de perseverancia en la aplicación de las normativas y ordenanzas, pero no se descarta que la anomalía se haya complicado por la ausencia de una coherente conceptualización de esos espacios públicos mínimos que requiere una ciudad. Esto se manifiesta en dos aspectos principales: las zonas de esparcimiento comunitario y las estructuras que requieren las vías de alta velocidad.

El reconocimiento de estos factores implica necesariamente una revisión de los conceptos de “generosidad” espacial. Serían inútiles los esfuerzos y recursos que se quieran dedicar a solucionar los problemas de las grandes ciudades, si no se revisa su contraparte: una atávica y contraproducente mezquindad en la asignación de áreas dedicadas a la construcción de la infraestructura. Esto, a fin de cuentas, afectará al diseño, la calidad y la estructura de la obra; y, en definitiva, a su misma eficiencia y durabilidad. A la larga, y como consecuencia, terminará también afectando el crecimiento de la urbe en consideración.

Por ello que, es urgente reconocer que gran parte del problema en las ciudades de más agresivo crecimiento en nuestros países en vía de desarrollo, se debe a esta inconveniente forma de mezquindad. Mas, no es suficiente con reconocerlo; habría que comenzar por revisar y superar esta defectuosa y contradictoria manera de pensar. El desarrollo de las ciudades modernas no puede ya sustentarse en esta enfermiza mentalidad. Es indispensable por lo mismo, que los municipios se preocupen en forma urgente de eliminar esta disparidad.

Uno de los elementos más importantes del desarrollo de las grandes ciudades es precisamente el relacionado con sus facilidades para una ágil y rápida forma de movilización. El factor de agilidad en el desplazamiento aporta al estándar de vida, al progreso económico, a la eficiencia y al crecimiento armónico de la ciudad. Sin espacios adecuados para estacionar vehículos, propender a la edificación de obras de infraestructura y la provisión de parques públicos, estaremos solo construyendo pueblos cada vez más grandes, pero no habremos recuperado el concepto sustantivo de lo que debe ser una “ciudad moderna”.

Los grandes problemas de nuestras ciudades son obviamente asuntos de carencia de infraestructura; pero ellos no están necesariamente relacionados con la falta de asignación adecuada de presupuestos; obedecen en forma principal a la carencia de planificación y a esta forma contraproducente de mezquindad con aquellos espacios que son indispensables para su adecuada organización. Solo cuando atendamos dichos factores vamos a conseguir más altos niveles de bienestar y de seguridad. Ha llegado la hora de recuperar y reconquistar esos espacios; de propender hacia una nueva forma de mentalidad!

Sydney, 9 de noviembre de 2011
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06 noviembre 2011

Berrinches y etimologías

Resulta fascinante la curiosidad que ponen ciertas personas por conocer su genealogía y aun el origen de su linaje y la historia de sus apellidos; tarea ardua y agobiante, esfuerzo que solo resulta válido en la medida que sus fuentes sean confiables y que se tenga absoluta certeza de un factor indispensable: su real e íntegra legitimidad. Por mi parte, poseo una tendencia similar: tengo una cierta adicción por encontrar el origen de las palabras; por encontrar la razón y el motivo de ciertas voces y términos, la historia de ciertas expresiones y giros; lo que imagino, es la esencia misma de una ciencia que se conoce como etimología.

Como parlantes que somos de una lengua romance, o latina, tenemos la tendencia a creer que nuestra lengua fue una adaptación al latín de otra lengua autóctona u original, cuando lo que efectivamente sucedió con el castellano fue casi lo contrario; es decir, fue una deformación, debido a las influencias que se produjeron luego de la caída del Imperio Romano, del latín, idioma que ya era hablado de manera oficial en los estamentos organizados de la sociedad. Esto también habría sucedido con las otras lenguas y demás dialectos romances como el francés, el rumano, el italiano, el catalán, el gallego o el portugués. También existe la tendencia a considerar que una lengua no es sino la mezcla, por influencia, del léxico o conjunto de palabras; pero, en la práctica, nada hay que sea más alejado de la verdad.

Se calcula, para muestra de ejemplo, que el inglés tiene un setenta por ciento de voces y palabras latinas, o que obedecen a raíces latinas; sin embargo, no puede decirse que sea un idioma latino. Y es que las palabras son solo el ingrediente, o si se prefiere el componente básico, de una determinada lengua. Pero lo que da estructura y en definitiva diferenciación a una lengua es esa serie de relaciones que son muy complejas, que van desde la forma como se conjugan los verbos, a como y cuando se usan los adverbios y los sufijos; pasando por las funciones que se inscriben en su sintaxis y hasta por la forma de construir el plural.

Alguna vez me explicaron esto de la estructura lingüística con un ejemplo muy orientador. Me dieron a reflexionar en qué sucedería si se tomarían piedras de la Gran Muralla para edificar una catedral gótica en algún lugar de Europa. De la misma forma que no podríamos inferir que la nueva construcción sería una catedral china, deberíamos más bien, y a efecto de identificarla y catalogarla, tomar en cuenta su estilo, proporción y concepto arquitectónico para solo así acertar en su definición. Idéntico asunto pasa con los idiomas; y ninguna lengua es, en este sentido, una excepción. En estos conceptos se basa, por ejemplo, la aseveración científicamente demostrada de que el vasco, euskera o vascuence, la lengua de mis probables antepasados, no sea una lengua romance; y, ni siquiera, una lengua indoeuropea…

Ayer llegue a estas “enjundiosas” reflexiones como fruto del intempestivo “emperro” o “emperramiento” de uno de mis nietos. Esto de “emperrarse” es un verbo utilizado en mi tierra para denotar la acción emprendedora y caprichosa de acometer con una rabieta o berrinche. Y he venido a notar que esta acción de enojo intempestivo y de corta duración –aunque sus efectos puedan llegar a ser trascendentales- ha de tener relación, en el sentido etimológico, con la reacción de un verraco o cerdo padre. De aquí, y por extensión, que hayan surgido luego otros términos similares como verraquera y verriondo. Y desde luego otros, como berrinche (nótese la alteración hacia la B labial); y, desde luego, el muy nuestro de “emperro” o “emperrarse”…

Como bien sabemos, la rabieta es una reacción frenética en los niños de corta edad, que consiste en una especie de ataque de ira, con llanto y pataletas, y con acciones destinadas a lastimar a los demás; con amenazas de auto infligirse daño e incluso con acciones extremas como auto aislarse en una esquina o tirarse al piso. Por fortuna, las rabietas en los niños son solo ocasionales y son parte de su proceso de maduración; y se entiende que son originadas en su frustración de no poder imponer su voluntad. Sin embargo, los berrinches en los mayores parecen ser reacción a un ingrediente megalómano y exhibicionista, son el resultado de frustraciones ocasionadas por lo que los entendidos conocen como “iras narcisistas”, que no son sino unas como pataletas que se producen en algunitos cuando se les habría lastimado su elevado sentido de omnipotencia…

Tales expresiones son reflejadas en la intolerancia y en la intemperancia; ellas solo ponen en evidencia la falta de consideración con las ideas y valores ajenos; y, en su grado más alto, solo conducen al autoritarismo y a la estolidez. Éstas no son sino formas sociales de “emperramiento”; son solo formas de berrinche o de rabieta de quienes no han sabido madurar debidamente en la sociedad. Son formas de tirarse al rincón y de tumbarse en el suelo hasta que se le entregue la galleta de ser los únicos que puedan opinar, o el chupete de ser los únicos poseedores de la razón y de la verdad.

Sin embargo, y por fortuna, estas bravatas o “verraquerías”, pueden ser lidiadas en muchos casos –sobre todo cuando se tornan ya en continuas, o por lo menos en sabatinas y semanales- con una pequeña dosis de “chiquitolina”, o con una buena nalgada que resulte beneficiosa. Quienes, así con frecuencia, se acogen al derecho y beneficio de la rabieta, no siempre caen en cuenta que la gente, al igual que los padres de estos “emperrados”, tiene solo una limitada dosis de paciencia para ésa su forma de intolerancia; y que llega un momento en que también la gente “coge y se emperra”. Pero este “berrinche de reacción” resulta final y definitivo, no dejándole al narcisista con una nueva oportunidad, ni para que vuelva a lanzarse al piso, ni para que pueda volverse a "enrabietar"…

Sydney, 7 de noviembre de 2011
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05 noviembre 2011

De epístolas y adefesios

Hace un par de años el Papa anunció desde Roma que se había encontrado la tumba del apóstol San Pablo. El descubrimiento daba con los restos de este ciudadano romano que había sido juzgado y condenado a muerte en los albores del cristianismo. Paulo, cuyo nombre judío era Saulo, había nacido en Tarso, una pequeña ciudad griega del Asia Menor, en lo que hoy es Turquía; y como había sido condenado a muerte, había “gozado del privilegio” de morir decapitado. Esta forma de condena había estado reservada para los ciudadanos romanos, porque los que carecían de esta condición estaban destinados a morir crucificados…

Saulo no había conocido a Jesús. Su educación había sido muy rigurosa y desde joven había abrazado la secta judía de los fariseos. Dice la leyenda que, camino a Damasco, habría tenido una visión y desde entonces se habría convertido a la nueva religión y habría participado en la promoción de la doctrina cristiana y en su proceso inicial de evangelización. De hecho, como había tenido acceso a un tipo de educación del que carecían los apóstoles que inicialmente siguieron a Jesús, Paulo habría sentado las primeras bases para la definición de la doctrina y la estructuración de la iglesia cristiana. Saulo tuvo una vida agitada, dedicada a sus desplazamientos hacia lejanos lugares, motivados por su celo evangelizador.

Estos continuos viajes del apóstol le llevaron a diferentes centros del desarrollo original del cristianismo, muchos de los cuales estuvieron ubicados en el Asia Menor, desde allí escribió una serie de cartas, o epístolas, destinadas a recalcar y promover las enseñanzas de Jesús. Entre sus principales misivas constaba una que estuvo dedicada a los cristianos de Éfeso (ad Efesium, en latín), que según la tradición, no fue acogida debidamente. Desde entonces, hablar para que otros no hicieran caso, y en definitiva para perder el tiempo; o, lo que es lo mismo, para no ser comprendido, pasó a ser conocido como hablar “ad-efesium”, o lo que vino a significar lo mismo: “hablar adefesios”…

Esta palabra –adefesio- ya constaba en mi léxico infantil; de hecho, no solo se usaba en casa para referirse a cosas o asuntos de escaso valor, sino como adjetivo predilecto para endilgar a chicas desprovistas de la fortuna de poseer algún elemental atractivo físico. Palabras como “flaca tirisiada” y “adefesio” fueron utilizadas como insultos disimulados y juicios emparentados por lo menos con la falta de estimación, si no con el desaire y con el desprecio. Lo que si era ajeno a los usos capitalinos fue la adjetivación del sustantivo, pero esta vez deformándose su sentido y convirtiéndolo en un juicio de valor con respecto a la excesiva afectación de las personas. Era ésta la forma coloquial que era usada de preferencia en la costa ecuatoriana para expresar que alguien era “melindroso”.

Porque los serranos, poco inclinados al cuidado exterior extravagante, hemos tratado siempre de ser ahorrativos con esto de los “melindres” y las muestras de afectación que fueran excesivas. Y desde un cierto día habíamos descubierto que aquello de carecer de discreción en la forma de caminar, en los modales o en la vestimenta, y que nosotros llamábamos con el adjetivo de “detalloso”, era lo mismo que los costeños habían acordado en llamar con un nombre bastante “cristiano y epistolar”, aunque no muy ecuménico: el adjetivo de “adefesioso” (e inclusive, el poco conocido y menos distinguido aún de “anchetoso”). El tildar a alguien de adefesioso, estaba destinado para quienes hacían alarde con excesiva inmoderación, usando un atuendo muy artificial con aspaviento innecesario. Yo mismo habría sido apuntado con las saetas de tal calificativo, cuando quisieron castigar mis remilgos y mis probables deslices hacia lo fatuo y lo presuntuoso.

Pasados los años, la palabra ha empezado a tener en mi tierra un tinte un tanto político. Todo a causa de unas atractivas camisas de carácter ecológico, que han sido diseñadas con motivos folklóricos, para que use nuestro presidente. En lo personal discrepo con quienes sostienen que tales prendas son “adefesiosas”; al contrario, creo que han sido escogidas con buen gusto y que han sido fabricadas con esmero y distinción. En lo que no estoy de acuerdo es en que sean usadas como un símbolo –recién descubierto y a deshora- de reacción contra el status quo o el “establishment” y como si fuese una manera de representar a un grupo étnico de nuestro país. Usarlas fuera de contexto sería lo mismo que presidir las reuniones de gabinete utilizando el gorro de plumas de los indígenas cofanes o como apoyarse en una cerbatana cuando el presidente se dirige a la nación.

Estoy persuadido que la posición de presidente se la debe exhibir con dignidad. Esas camisas, utilizadas como parte de una vestimenta “no formal” creo que pueden lucir tanto o más elegantes que una guayabera, pero creo que no hacen juego con un traje de corte occidental. En este aspecto, y si son utilizadas como un mensaje o un símbolo, solo ponen de relieve un ridículo contrasentido; serían el equivalente a utilizar un traje formal y completar la imagen que se busca con el extravagante contraste de unos zapatos deportivos…

No. Los trajes de vestir están diseñados para ser utilizados –en ocasiones formales- con camisa de cuello y con una prenda que es signo tradicional de respeto y que se llama corbata. En funciones oficiales no van bien los trajes formales con esas vistosas camisas, por muy elegantes que nos resulten sus diseños exclusivos. Y van mal, muy mal, y son una insultante impertinencia, al recargar con sus variopintos colores, la sobria dignidad de la banda presidencial. A menos, claro, que lo que se intente sea emular al colorido de esas “chivas” de transporte tropical o de aquellas “bicicletas de montubio” que a lo único que aspiran es al despropósito de alardear. Porque si éste, o el de “parecer diferente” es el copiado y poco original objetivo… No representa a nadie, ni simboliza nada; solo representa una inelegante manera de no saber vestir con dignidad!

Sydney, 6 de noviembre de 2011
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03 noviembre 2011

Un largo y ardiente feriado

He estado recordando su título en estos días; y me había parecido que fue ése el nombre de una de las primeras series de televisión a que accedimos antes de declararnos adolescentes nosotros mismos. Una serie que coincidió con los tiempos de “El fugitivo” y de “Alma de acero” y que se anticipó, en el tiempo, a otra que habría de insinuar una forma distinta de pensar: “Peyton Place”. Lástima que en la trama de sus conflictivos episodios hayan combatido al prejuicio y la hipocresía, con los menos aconsejables del cinismo y la desfachatez.

Así recordaba yo a “Un largo y ardiente verano”, cual si hubiese constituido otro programa semanal al estilo de lo que fueron “Valle de pasiones”, Surfside Road” o “77 Sunset Street”. Mas, sólo al acudir a la asistencia informativa de mi “equipo especializado de búsqueda y redacción” (la Wikipedia), he caído en cuenta que aquel título había pertenecido a una cinta de largometraje, protagonizada por ese monstruo del cine que fuera Paul Newman. Solo al recordar la urdimbre de los acontecimientos de aquella película, he caído en cuenta que la traducción del título, a nuestra lengua, resultaba más acertada que su nombre original -que no menciona ardiente sino caliente-, ya que se trataba de la historia de un joven que llega desde una ciudad lejana donde había sido acusado de propiciar un flagelo.

Al recuerdo de esas series, que nos tuvieran tan interesados antaño, he llegado cuando he tratado de bautizar con un nombre adecuado a ese feriado repetitivo, que es el de mi cumpleaños; feriado al que en mis tiempos de pantalón corto llamaban con el nombre de “Finados”. Es ése el fin de semana de “las guaguas de pan” y de la “colada morada” (no era “champús” como la llamaban?); el de los días de “asueto” cuando se celebra el día de Todos los Santos y la fundación española de la Cuenca americana; y en cuyo intermedio se recuerda, con pena y con reverencia, a quienes estuvieron cerca y que hoy ya no están. Finados es para mí el comienzo de un mes triste en el recuerdo, un mes que asocio con orfandad.

Y mientras en la tierra de mi infancia transcurre el feriado de principios de noviembre, y quizás algunos disfruten del ardor del sol, de la piel caliente y de la arena de la playa, yo disfruto también del principio de verano en la tierra de “allá abajo” (“down under”), como los australianos suelen llamar a su patria en forma coloquial. Por fortuna, los rigores estivales del verano austral se han demorado todavía en llegar; así, el clima permite aprovechar de unos días de ocio y de exploración en una ciudad que hace gala de un sorprendente nivel de vida y del formidable desarrollo de aquel concepto civilizado que es la “urbanización”.

Sydney, es una de las ciudades más hermosas que hay en la tierra. Su puerto fue considerado como “el más bello del mundo”, desde el día mismo de su británica fundación. No deja de llamar la atención que lo que fuera en sus comienzos tan solo el asentamiento de una colonia penal (igual que fueran Guantánamo, la isla Gorgona o San Cristóbal en las Galápagos), habría terminado convirtiéndose en la ciudad más populosa de Australia y en una metrópoli cosmopolita de más de cinco millones de habitantes! Sorprende tan admirable desenlace en este rincón meridional de una isla-continente, cuya casi total extensión más bien parece un paisaje lunar cuando se lo observa desde el aire. Y que haya conseguido toda esta magnífica forma de desarrollo en menos de doscientos cincuenta años!

La tierra de Oz, como la llama su gente, había sido “descubierta” hace solo cuatro siglos por los infatigables holandeses, en sus continuas exploraciones desde la capital de lo que hoy es Indonesia y que ellos habían dado el nombre de Batavia (la actual Jakarta). Pero, habrían sido los ingleses los que más tarde la exploraron y reconocieron con un afán de asentamiento y posesión, especialmente en sus costas sur orientales. Así, llegaron a lo que James Cook llamó Port Jackson, en la ensenada de Sydney, nombre que, a su vez, se prefirió al muy británico de Albión.

Llegué por primera vez a Sydney hace casi quince años. Era la primera vez que pisaba Australia, una tierra que desde siempre me atrajo por su espíritu liberal y deportivo, por su forma de vida y por su admirable organización. La tierra de los “ozzies” es una fusión de las estructuras y valores europeos, a los que suma la forma de bienestar alcanzada en Norte América. Cierto que sorprende en ella la ausencia de mestizaje, pero aquella comprobación no puede divorciare del propósito rehabilitador, y nunca colonizador, que inspiró la fundación de los enclaves originales, y tampoco desvincularse del infortunio de los pueblos aborígenes que fueron diezmados por enfermedades infecciosas, como la viruela y la varicela.

No deja de sorprender tampoco que en este inmenso territorio, de más de siete millones de kilómetros cuadrados, que es Australia (igual a treinta veces la extensión territorial del actual Ecuador), vivan menos de treinta millones de habitantes. Esto solo se comprende si se consideran las políticas restrictivas de inmigración que se implementaron en el pasado; así como cuando se observa que hay una mayoritaria tendencia en el hombre australiano por disfrutar de las ventajas y beneficios que ofrece la ciudad. En la práctica, la población australiana se encuentra concentrada solo en sus principales ciudades.

Hoy casi nadie recuerda que éstos fueron, en sus comienzos, lugares de reclusión y de rehabilitación. Australia es una enorme isla donde reinan la tranquilidad y el ocio. Ésta es la tierra del deporte y de los campamentos al aire libre; es la patria del relajamiento y de la distracción. Australia es una democracia parlamentaria, que no ha olvidado su condición de monarquía constitucional. Miembro como es del Reino Unido, rinde todavía homenaje a la reina de una patria alejada: la distante y casi centenaria reina Isabel de Inglaterra.

Sydney, Nueva Gales del Sur, 4 de noviembre de 2011
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01 noviembre 2011

Fortuna y felicidad

El “ordenador de tableta” ha llegado para darme satisfacciones, pero también ha venido a amplificar mis defectos; entre ellos, aquella concupiscencia confesada y declarada que ya he dicho tener: la costumbre de leer más de un libro a la vez. Es que con el Ipad se hace más fácil no solo aquella lectura simultánea, sino que nos permite disfrutar más de una biblioteca, o colección de obras, a la vez. Quizás lo que “no nos permita” sea la exhibición del íntimo orgullo y satisfacción de sentirnos dueños de esos libros, el disfrute del alarde de poseer esas copias. Por esto debe ser que hoy, día de mi sexagésimo cumpleaños, mi familia cercana y mis amigos han preferido regalarme algo que me enriquezca con sus lecturas y que me satisfaga con su ostentación: libros de carátula dura que los pueda lucir en mi modesta biblioteca, luego de su correspondiente disfrute y exploración.

Heródoto de Helicarnaso, un griego que vivió hace unos dos mil quinientos años (y a quien, por coincidencia, estoy leyendo en estos días), decía que la vida normal de un hombre puede durar alrededor de setenta años. La ironía es que, el padre de lo que habría de llamarse “Historia”, vivió sólo por cincuenta y nueve! El escritor heleno fue el primero en comentar el pasado con un método sistemático; y el término “Historia”, que él acuñó, quería más bien significar consulta, investigación y exploración. Es sorprendente como él nos introduce al relato de las guerras médicas, insinuando que la ojeriza entre helenos y persas, no se debió a ambiciones de poder o de conquista territorial, sino más bien a raptos femeninos y a problemas de alcoba; en suma, a razones del corazón...

Me pongo a reflexionar en cómo habría tenido que escribir Heródoto sus relatos, si no disponía de los artilugios modernos y ni siquiera de la provisión de papel… Eran tiempos en que debía escribirse en unas láminas de papiro que tenían algo así como siete metros de largo; y que al enrollarlos (rollos, al fin) formaban unos canutos que hacían más fácil su uso y transportación. Fue con esos pliegues que se ejecutaban las tareas explicativas y didácticas. Puede decirse que ellos fueron los verdaderos y anticipados precursores del moderno “PowerPoint”…

En uno de los primeros episodios de la historias que Heródoto nos cuenta, relata cómo un poderoso rey habría consultado a Solón acerca de quién era el hombre más feliz de la tierra, en espera de que el sabio le incluyera en su consideración. Para sorpresa reiterada del monarca, Solón insistía en excluirle de dicha clasificación. Su argumento era que no podría incluirle en el mencionado juicio, ya que no habiendo concluido su vida, no estaría en capacidad de tomarlo en cuenta para efectuar su apreciación. Le dijo que, a lo sumo, podría juzgarlo como un hombre afortunado; que sólo si su vida hubiese sido afortunada hasta que se hubiese despedido de este mundo, podría considerarlo como miembro de esa galería privilegiada, que era la de ser considerado como un hombre feliz…

Por eso, entre otras consideraciones y conceptos – no quisiera, en este punto, y justo en este día, recalcar en mi personal convencimiento de que no creo en lo que otros llaman felicidad – es que puedo hacer gala de la condición de sentir que soy un hombre afortunado. El solo hecho de haber cumplido cinco docenas o seis decenas, es algo que me hace sentir agradecido con la vida y que “casi” me hace decir que “me llena de felicidad”. Cumplo una edad que supera lo que fuera mi propia expectativa, la misma que nunca excedió la edad a que llegó mi propio papá. Ya soy cinco años mayor a la edad que él tuvo cuando se fue sin despedirse un día, dejándonos la renovada inquietud de si esos golpes que nos da la vida son también parte de la fortuna y de la ansiada felicidad…

Siento, por lo mismo, que ya llevo como cinco años jugando lo que en mi deporte favorito llaman “los descuentos”; a sabiendas que me estoy jugando un partido que aunque gane o empate, sé que no me sirve ni siquiera para volver a “clasificar”… Pero, aun así, lo sigo jugando con pundonor y con empeño. Lo sigo disfrutando; porque jugar con satisfacción, y participar con pundonor y con altivez, es lo que otros definen con el más humano y noble de los términos, un sustantivo olvidado, que parece que se quedó entrampado para siempre en los libros de caballerías (como aquel de otros dos locos que también estoy releyendo, el uno alto y flaquito y el otro rechoncho y bajito); me refiero a un sustantivo que de tan olvidado parece que se convirtió ya en adjetivo – de hecho, es ya una palabra antigua –. Es un concepto incomprendido: se llama “dignidad”…

Escribo, mientras en el Asia ya es otro día. Qué digo! Mientras sabiendo que ya vivo en el futuro, sé que en el Asia es ya un nuevo mes! Qué lástima que, a pesar de estar en el futuro, no se pueda siquiera predecir el presente! Qué pena también que no pueda decirse que soy un hombre “con futuro”… Aunque la sola fortuna de seguirlo teniendo, quizás haya de abrirnos las puertas a esa esquiva “felicidad”…

Con el final de estos “primeros sesenta años” siento que, aunque ya se hubiera acabado el partido, la contienda todavía no habría terminado. Y siento también, que aun en el caso de que hubiese perdido ese partido, la vida ha de ser siempre algo más importante que un partido en el que pudimos participar… Por eso, cuando al empezar el día me han preguntado que cómo me siento, lo único que he atinado a responder es que siento dolor, porque cuando uno ha cumplido los sesenta y se ha levantado de la cama, eso es lo que uno siente: dolores por todas partes! Y, por lástima, para eso de los achaques… es poco lo que puede hacerse, sino tan solo soportarlos! Sobre todo si… ya no "mismo" los podemos remediar…!

Sydney, día de Todos Santos, 1 de noviembre de 2011
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