08 julio 2012

La vida en otros mundos

Tan solo unos pocos siglos atrás la gente no estaba convencida de que el mundo fuera redondo. Había quien estaba persuadido que tenía la forma de una mesa, en donde todo era plano hasta llegar a los bordes del océano, en donde el agua de forma inesperada, cual si se tratase de una interminable catarata, se precipitaba hacia abismos insondables. En un tiempo en que las creencias se contaminaban con variados y delirantes prejuicios religiosos, es probable que aquellos mismos barrancos y despeñaderos que se habían imaginado, se los haya incorporado a esa entelequia fabulosa que se había enseñado que era el espantoso infierno.

Imagino que estas ideas retrasaron en mucho el conocimiento del mundo, hasta que sobrevino una etapa adolescente en la historia de la civilización, que se ha dado por llamar “era de los descubrimientos”. Esta fue una época en la que se juntaron la curiosidad y la valentía, el celo religioso y la ambición, y es cuando osados exploradores e intuitivos navegantes se lanzaron a la tarea de “descubrir” nuevos mundos. Se accedió así a un período de nuestra cultura que estuvo caracterizado por la lucha por la hegemonía entre los flamantes estados, fue cuando los hombres cedieron al embrujo de las riquezas y los títulos nobiliarios; y, desde luego, al magnetismo sensual de una atractiva doncella que no estaba dispuesta a conceder a todos sus irresistibles favores… La llamaban “fama”.

No es difícil imaginar, cuando se mira en retrospectiva, la ansiedad crepuscular en esos inquietos amaneceres y los temores de aquellos marineros en sus noches tenebrosas. Así es como nos figuramos, por ejemplo, a los tripulantes de aquellas demenciales expediciones, a esos persistentes individuos que estaban animados y persuadidos por la fuerza de un motivador ideal; ahí están hombres de la talla de un Cristóbal Colón o de Fernando de Magallanes. Tanto en el primer cruce del Atlántico, como en el viaje del testarudo portugués -que atravesaría el Pacífico y cuyo periplo concluiría Elcano con la primera circunnavegación de la tierra-, no dejó de estar presente aquel temor ancestral, aquella posibilidad de precipitarse hacia las imprevistas profundidades de una sima sin testigos ni retorno…

Transcurridos algunos siglos, sin embargo, creo sospechar que la gente no ha dejado de conjeturar la posibilidad de que sigan existiendo ciertos precipicios… Recuerdo que en mis tiempos de la desaparecida Ecuatoriana de Aviación había un eslogan televisivo que anunciaba una invitación seductora: “Venga a volar con nosotros, venga al mundo de Ecuatoriana”. Yo mismo debo haber sucumbido al fascinador hechizo de aquel llamado; y, como todos los demás que sucumbieron, habría caído en el espejismo de creer que ese había sido “el mundo” una vez que logré situarme adentro… Más tarde habría de descubrir que en mí se había repetido también ese temor y esa desconfiada presunción hacia los abismos; me había persuadido que salido de ese mundo caería en un insondable precipicio!

Fue preciso que un grupo de nosotros decidiera probar fortuna. Ahora no nos animaban ni el celo religioso ni la fama. Optamos por conocer otros horizontes para obtener un mejor reconocimiento profesional y poder atender en mejor forma las cada vez más exigentes necesidades de nuestras familias. Así fue como descubrimos que habían existido “otros mundos” y que estos se encontraban justamente fuera de lo que se había constituido en nuestro único mundo: el mundo de Ecuatoriana. Por eso, en días como hoy, regreso a mirar en el pasado, comparo mi actual itinerario de vuelo y encuentro nombres extraños de lugares inesperados e ignotos: Cairo, Dacca, Medina, Isfahán, Frankfurt o Tabriz…

Reconozco que hemos enfrentado mares envueltos en peligrosa calma chicha y que hemos combatido ocasionales vendavales; pero hemos podido descubrir que el mundo estaba afuera; que como dijo Alegría, era “ancho y ajeno”; y, sobre todo, que no estaba rodeado de barrancos insondables, ni de lóbregos desfiladeros…

Crawley – Inglaterra, 8 de julio de 2012
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