02 julio 2012

En el país de las maravillas

Recuerdo haberme encontrado con la frase cuando leí el libro por primera vez. Incluso, recuerdo haberla usado, a modo de apostilla, cuando dediqué el libro la única ocasión que se me ocurrió entregarlo como obsequio. “No somos más que niños pequeños que no quieren ir a acostarse”, decía la sentencia. Sin embargo, sea porque no puse cuidado en la relectura o porque no era en ese mismo libro que la frase la había hallado escrita, es que ya no pude volverla a encontrar.

Lo más probable es que quien la escribió, un clérigo anglicano que obedecía al nombre de Charles Dodgson, hubiera querido referirse a nuestros inveterados caprichos; o quizás, a nuestra ausencia de conciencia respecto a la brevedad de la vida, ¿quién sabe? A fin de cuentas, era uno de los mayores en una numerosa familia de once hermanos y pronto había advertido que las historias que contaba fascinaban a los niños más pequeños; también se había dado cuenta que cuando las refería, dando curso a su variada como formidable imaginación, desaparecía ese tartamudeo que lo había torturado desde cuando había sido muy pequeño.

Él era inglés y había preferido el nombre de pluma de Lewis Carroll, pseudónimo con que luego habría de ser conocido por todo el mundo. Su intención habría sido solo la de contar cuentos fantásticos, sin importarle si estos contenían una moraleja, un consejo didáctico o una lección moral. Parece que lo único que realmente le animaba era sorprender y maravillar; en definitiva, suscitar esa misma sensación de admiración e intriga que sus inverosímiles historias despertaban en sus infantiles audiencias, cuando se las narraba a sus propios hermanos o a ese mismo grupo repetido de cautivados y embrujados chicos.

Quizás por esto mismo, yo habría utilizado la frase años más tarde, convencido como estaba que, por mucho que queramos aparentar, nunca dejamos realmente de ser eso: no más que niños pequeños. Jamás se me hubiera imaginado que al usar la referencia del escritor inglés, a alguien se le hubiera ocurrido que mi real intención procuraba embozar una sensual apetencia… Aparentemente eso es lo que justamente ocurrió; y la favorecida dama que recibió mi literario obsequio se vio obligada a esconder la primera página del libro, detrás de su cubierta, para así evitar la consecuencia incierta e imprevisible de las sospechas paternales.

Sí, porque, otras veces, “no somos más que niños pequeños, que lo único que sueñan es con poder pronto ir a acostarse”! Maravillas que pasan en el país de las quimeras, donde los ensueños terminan convirtiéndose en pesadillas…

Gatwick, 2 de julio de 2012
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