25 julio 2012

Y… se llamaba Daisy Edith!

Hay algo que nadie me va a creer: no tuve muchas enamoradas en mi vida! Esto en parte se debe a que, con excepción de un efímero y adolescente interregno, puedo decir “en honor a la verdad” -o “a base de juro por Dios”, como dice uno de mis cuñados-, que prácticamente siempre lo tuve prohibido. Antes, por las reglas que en casa imponía la abuela; y hoy por lo mismo: vivo con otra abuela (bis)…

Pero a esta novia -de la que hoy quiero contarles-, la conocí una tarde que ella estaba en el río y exhibía un nombre de reina: se llamaba Daisy Edith. Un buen día (aunque esto es una forma injusta de expresarse, porque en realidad fue un día muy triste para mí), ella se alejó cuando nos despedíamos, mientras estábamos en el río; y desde entonces ya nunca, nunca, la he vuelto a encontrar… Esa tarde me hice una sencilla promesa: la de que nunca en la vida habría de tener una novia que se llamase como ella; que jamás de los jamases tendría una nueva novia que se llamase Daisy Edith. Puedo decir, y otra vez en honor a la verdad, que desde que hice aquella promesa -se lo juro por esta, señor juez-, nunca he conocido a nadie que se llamase ni Daisy, ni Edith; y, menos todavía, con el nombre de Daisy Edith.

Mas, yo nunca “me la llevé para el río” -como en el poema de García Lorca- ni porque hubiese creído que era mozuela, ni porque no me hubiese importado que tuviese marido. Yo era, a la sazón, demasiado chico como para caer en esos arriesgados arrebatos o para estarme fijando en melindrosos remilgos. Ella estaba allí, ella estaba en el río y punto; y es así como la vi por primera vez; así fue como más tarde me adentré en ella y así fue como la conocí…

Hacía un bochornoso calor aquella tarde; había un color lodoso y pardo en el río, nunca supe si se debía al cieno que arrastraba en su recorrido, o era fruto de la resaca de las lodosas marismas que había empujado la marea. Además, había ahí un olor punzante y desagradable, que nada tenía de aromático. Años más tarde habrían de contarme que se trataba de esa mezcla de olor a azufre y bismuto que se concentraba en los astilleros del puerto. Sí, no fue ese un marco que pudiese calificarse como romántico; pero fue ahí, junto a esas ramas que arrastraba el río, y junto a todo ese basural que iba acarreando, que ahora ella asomaba, impertérrita e inalterable como una diosa, para proclamar que su nombre era Daisy Edith.

No sé por qué no me lo habían antes advertido: todo aquello de sus noctámbulos recorridos, de sus ajetreos apresurados con tanto y tanto desconocido… Pero yo cedí a su sibilino embrujo desde un principio, sin permitir que mediasen llamados al razonamiento ni convocatorias al buen sentido. Estaba allí, arrimada al malecón, adueñada de aquella cláusula porteña, compartiendo su espacio con los estibadores, con los profanos montubios que la visitaban, y con sus propios y apurados marinos. A pesar de todo, accedí a acompañarla aquella misma noche: se iba otra vez hacia uno de sus misteriosos periplos. Cedí a su seducción y ya no me pude resistir. Me dijo que su destino era marinero; salía esa misma noche. Se iba a un puerto con nombre de libertador y se ausentaba de Guayaquil…

No pude fallar a mi cita esa misma noche. Una enorme cantidad de desconocidos deambulaba en cubierta. Me ofreció dos incómodas y estrechas alternativas: la que representaba la privacidad de un camarote, o la que invitaba a un impúdico y obsceno desparpajo: recostarme en unas tumbonas al aire libre que obedecían al jamás antes escuchado nombre de “coy”. Opté así por la soledad, en el ánimo de evitar los atisbos ajenos y la amenaza de los mosquitos. Me había ya resignado a que ella no podría ser exclusivamente “mía”, desde que zarpamos desde allí.

Fue mía toda esa noche... pero, desde aquella misma noche, que fue la última cuando la vi, ya nunca la he vuelto a encontrar... Era grande y juguetona, era grácil y era hermosa. Era una ágil motonave, a la que he cumplido mi promesa. Y se llamaba Daisy Edith…

Neu-Inseburg, Alemania, 25 de julio de 2012

Nota: en esos olvidados años, principio de los sesenta, había cuatro motonaves que hacían el nocturno trayecto entre Guayaquil y Puerto Bolívar; se llamaban Jambelí, Olmedo, Presidente y Daisy Edith.


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