15 julio 2012

Rayuelas y martingalas

Han retirado ya la manga de embarque y el comandante ha efectuado un breve anuncio de bienvenida. Regreso a mirar hacia la ventana y puedo comprobar que el equipo de tierra, en la plataforma, se ha ido alejando hacia adelante. Daría la impresión que no es el avión el que se ha movido, sino que ha sido la tierra la que en forma caprichosa se ha desplazado. He saludado con mi vecino de asiento sin obtener respuesta; solo entonces caigo en cuenta que él extrae de un pequeño estuche sus ayudas de sonido y se acomoda en el lomo de las orejas sus auditivas martingalas. Solo me hace un gesto ausente e indefinido; puede ser un fugaz saludo o la apelación a mi complicidad frente a su preferencia solitaria…

No hay en mi compañero de viaje un gesto de desdén o de hostilidad; quizá solo trata de concentrarse en el epílogo del libro que ha estado leyendo: una de esas novelas de espionaje y suspenso de John le Carré. Prefiero no interrumpir su absorción, aunque yo en el fondo lamente su falta de espontánea cordialidad. Es británico, puedo adivinarlo por su actitud y su vestimenta; hay algo en su altivez que denuncia su origen, para ello no me hace falta escuchar su acento.

El aparato ha realizado un carreteo lento y silencioso; y nos aprestamos ahora a  realizar nuestra maniobra de despegue. Mi vuelo me llevará de Gatwick, en el sur británico, a Charlote, en Carolina del Norte. Como en todo vuelo de larga duración, los pasajeros tratan de buscar comodidad adicional en los asientos que les han asignado y realizan pequeñas actividades que les permiten reubicarse. Mi vecino parece embelesado en el desenlace de una historia que lo mantiene cautivado; me deja la impresión que si una avería se habría de producir en el despegue y esta exigiría una evacuación de emergencia, él optaría por continuar en su asiento y seguiría leyendo en forma imperturbable…

Más tarde, el vecino ha concluido el texto que había estado leyendo; el final de su historia parecía importarle más que el inicio de su itinerario. Mira entonces la cubierta del volumen con aire de complacencia y baraja sus páginas en señal de regodeo; lo acaricia y lo guarda con remilgo en su atiborrado maletín de viaje. Vuelve a deshacerse de su martingala, coloca el adminículo en el porta accesorios y revela un nuevo texto que ha preparado para aligerar el viaje; la carátula reza un título en inglés, es una palabra para mí desconocida -Hopscotch-, entonces cedo a la curiosidad de averiguar el nombre del autor y ya no me hace falta consultar el significado. Adivino que se trata de “Rayuela” de Julio Cortázar. Qué curioso, yo mismo he estado leyendo “El hijo del hombre”, una novela de un escritor paraguayo, que habría estado influenciado por el mismo Cortázar: Augusto Roa Bastos. No hay duda, la vida es también como un juego de rayuela…

Medito en que así como ese guaraní se habría inspirado en el perfil del dictador Rodríguez de Francia para crear su “Yo, el Supremo”, que existen por ahí líderes autócratas que parecerían haberse inspirado en su novela, para producir un monstruo motivado por la propia vanidad y el oprobio ajeno. No hay duda que a veces la realidad se empeña en prevalecer sobre la fantasía. Con esa novela Roa Bastos nos enseña que el poder puede llegar a ser más omnímodo que el destino y que existe un instrumento más permanente que la fuerza del absolutismo. Esa herramienta es el lenguaje y se expresa con la magia de la palabra.

Hemos llegado a Charlote, cruzo entonces unas pocas frases con quien ha sido por nueve largas horas mi compañero de viaje; me comenta la impresión de sus lectura iniciales. Me siento como un niño a quien han dado permiso para incorporarse a un ya iniciado y casi concluido juego de rayuela. Más tarde, hay que soportar una hora de espera en las dependencias de inmigración. Todos los pasajeros, en especial los que han de hacer una conexión, exhiben su ansiedad y nerviosismo frente a la lentitud del proceso de ingreso a tierras de Norteamérica. Vuelvo a encontrar a mi vecino que impertérrito, y sin portar sus minúsculos accesorios, continua seducido por su lectura absorbente e interminable.

Ya afuera, en el terminal aéreo, me adentro en un restaurante perteneciente a una conocida franquicia mejicana. Y, mientras espero la llegada de lo que he ordenado, descubro otra vez a mi anterior vecino que también ha entrado en el mismo establecimiento. Se sienta en una mesa contigua; me reconoce otra vez, sonríe sin renunciar a su distancia, se instala su martingala, la de los discretos adminículos. Medito una vez más en el título de lo que está leyendo y reflexiono en la ironía de las coincidencias; y claro, también, en la del mayor de los artificios: aquel que sucede cuando la vida se nos convierte en una rayuela inesperada!

Miami, 14 de julio de 2012
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