14 octubre 2013

El color de la alegría

Han transcurrido ya bastantes años desde que una noche, al salir de una sala de variedades de Broadway, luego de experimentar toda aquella mágica sensación que producen los dramas de teatro, con su música y sugestivo colorido, que descubrí que un grupo de artistas morenos -lo que en ciertas regiones se ha dado por llamar con el eufemismo de “afroamericanos”- había invadido la vereda para ganarse unas pocas monedas. Habían estos improvisado un concierto de bongos, tambores y otros instrumentos de percusión mientras sus integrantes ensayaban un zapateo cadencioso. Había algo en aquel ritmo sugestivo y contagioso que surgía como espontáneo, una suerte de vibrante sensibilidad que la sorprendida audiencia reconocía como privativo de aquella enigmática estirpe.

Muchas veces identificamos y encasillamos a la negritud usando estereotipos que contienen una cuota de desdén o se enmarcan en el prejuicio. Mas, pocas veces le asignamos a esa alegre raza el reconocimiento que se merece por todas aquellas expresiones y valores que la definen en forma tan única, que se reflejan como su huella, que se saben manifestar como lo que son: como el sello con el que se los reconoce e identifica. Hay algo en su franca actitud, en su ritmo, en su cimbreante contoneo que denuncia su vocación y su extraordinaria predisposición artística.

Pero hay algo más: es esa innata capacidad y habilidad espontánea que tiene el negro para destacarse en las disciplinas deportivas. Una vez que él reconoce su propia aptitud -y actúa aupado por tal confianza- hace cosas diferentes, procede con desplazamientos inesperados, sorprende e improvisa; entonces el esquema estratégico cede ante el recurso de su intempestiva innovación, ante el aparente irrespeto a un guion que quizá ya cuenta con esas insospechadas inventivas.

Hasta hace tan solo una generación, no era usual -ni tampoco frecuente- que los morenos se destacasen en nuestro país como los mejores o los más reconocidos futbolistas. Un delantero de Ancón, de rostro apacible y cabeceo formidable, habría sido el único que había conseguido triunfar en un equipo internacional, el mismo que tenía fama de ser uno de los más populares del sur del continente. Se llamaba Alberto Spencer y se había ganado el apelativo de “Cabeza Mágica”. Sus goles regalaban triunfos y campeonatos a sus parciales y eran motivo de grato orgullo para sus admirados compatriotas, especialmente para aquellos cándidos emuladores que jugaban descalzos en las calles de los pueblos humildes y soñaban con poder repetir algún día sus hazañas y ser admirados por el fervor de la muchedumbre.

No fue sino hasta que se conformó un bisoño equipo con personal reclutado por la institución armada, que los futbolistas de raza negra, pertenecientes al valle del Chota y a la provincia de Esmeraldas, empezaron a destacarse en forma predominante y casi excluyente. Años más tarde, con la contratación de un metódico y experimentado entrenador europeo, los jugadores morenos fueron paulatinamente adquiriendo un sentido disciplinado de estrategia y de posición táctica que habría de sumarse a sus aventajados atributos y a esas sus naturales habilidades. Poco a poco el seleccionado nacional fue conformándose con más y más elementos de gente de color que, gracias a métodos efectivos de autoestima y motivación, habían adquirido conciencia de su valor y de sus posibilidades.

Quién lo dijera… son esos mismos prietos contingentes los que nos han permitido competir como país en dos campeonatos mundiales! Y, hoy mismo, el equipo nacional está otra vez a las puertas de conseguir el derecho a una nueva participación. Los aficionados que apoyan a su selección -en la práctica, todos los ecuatorianos- saben que su equipo no aspira a un performance excepcional en este torneo que concita la atención del mundo deportivo, pero están seguros de que estará conformado por un conjunto de hombres que sabrán exhibir en su divisa esos colores que han de propiciar la identidad de un pueblo esperanzado.

Casablanca, Esmeraldas
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