17 octubre 2013

Impresiones, al vuelo

Si una lección nos enseña la vida es que con demasiada frecuencia las cosas que recibimos tienen un valor inferior al costo que habíamos pagado por ellas. Esto nos sugiere que aquellos objetos y servicios -que como resultado final recibimos- poseen un valor muy inferior a aquél que en apariencia representan. Por una razón que no siempre consigo elucidar, es justo en nuestros viajes, en aquellas ocasiones que se nos presentan cuando nos alejamos de nuestro entorno cómodo y protector, que somos testigos de diversos episodios que nos recuerdan de esta irónica realidad cual si todo esto se tratase de una aleccionadora advertencia.

Estoy obligado, por ejemplo, a tomar reiteradamente una aerolínea cuyo trato al pasajero y cuya calidad de servicios dejan mucho que desear. Pudiera decirse que estos aspectos demandan algo más que un reclamo: exigen un serio rechazo al torpe como desdeñoso tratamiento que los usuarios recibimos de parte de sus ariscos empleados. Sin embargo, y muy a pesar de mis reiteradas promesas en el sentido de que no he de volver a utilizar esos mal llamados servicios, me veo en la recurrente necesidad de incumplir con mis insistentes propósitos. Esto se debe a las convenientes conexiones que esa aerolínea ofrece, que nos obligan a renunciar a nuestras porfiadas proposiciones por la sola razón de este beneficio.

Hay que reconocer que este virtual deterioro en la prestación de los servicios aéreos se ha ido haciendo cada vez más evidente. Pudiera decirse -y esto sucede en casi todas las empresas norteamericanas- que los detalles que fueron la característica y rúbrica del servicio aeronáutico en el pasado, prácticamente han desaparecido. Si bien es entendible, aunque cuestionable, que en la actualidad se hayan eliminado ciertos atractivos que antes representaban un pequeño costo, no es aceptable en cambio que la actitud, la diligencia y la cortesía -que fueron un día consideradas paradigmas en el trato al pasajero- hoy se hayan desvanecido.

Es probable que esta ausencia de delicada consideración y cortesía se haya ya impregnado como normal en los servicios aéreos y que esté afectando a quienes cumplen con sus tareas o nos venden sus productos y nos ofrecen sus servicios. Hoy fui testigo de que llamaron por lo altoparlantes a un pasajero que habría de ser informado que debía someterse a un chequeo de seguridad aleatorio, el que ciertas aerolíneas realizan hoy en día en forma intempestiva. Lástima que se lo efectúa en un lugar inadecuado y sin que se ofrezca la privacidad debida. Por contrapartida, la misma empresa no dispuso, más tarde, de bebidas alternativas y tampoco ofreció una opción a la hora de repartir a los pasajeros sus comidas.

Mientras esperaba la salida del vuelo pude apercibirme de un episodio insólito y exasperante: un individuo que se encontraba delante mío, canceló en un kiosco de bebidas una cantidad determinada utilizando un billete de veinte dólares; al recibir el refrigerio que había adquirido, el hombre cayó en cuenta que el cambio no era equivalente al que le correspondía. La cajera le porfiaba que solo le había entregado un billete de diez dólares. Al haber aportado yo mismo con la prueba de lo que por casualidad me constaba, la empleada decidió realizar un breve arqueo de caja para comprobar el superávit que el pasajero reclamaba. Para mi propia sorpresa y para malestar del afectado, la curiosa “auditoría” demostró, ya sin ninguna apelación, que el cliente estaba equivocado… ¡La casa siempre gana!

Por otra parte, resulta palmario comprobar como desde los funestos años de la des-regulación tarifaria, se han deteriorado y han perdido el sentido de calidad y de excelencia los servicios de transportación aeronáutica. Si algo resulta ahora incomprensible, y además inaceptable, es aquello de que los usuarios estemos pagando tarifas distintas, cuando es evidente que todos estamos recibiendo el mismo producto y, además, el mismo mediocre y poco esmerado servicio.

Miami
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