02 octubre 2013

Ladrones y también pelones

Si algo sorprende en los relatos del viaje que Fernando de Magallanes realizó a través del Pacífico, es la ausencia de referencia al sinnúmero de pequeñas islas que hoy pueden identificarse en los mapas modernos. Durante los casi cien días que duró la épica travesía, nunca -ni en el diario de Antonio Pigafetta, el cronista oficial de la expedición; ni en la bitácora de Francisco de Albo, el piloto de la Trinidad- se hace referencia a la continua presencia de aquellas islas. Es como si Magallanes las hubiese querido evitar intencionalmente…

Esto pudiera deberse a dos posibilidades: que las islas que pudieron hallarse no fueran de significativo tamaño (o que no dispusieran ni de agua ni de alimentos que invitaran a interrumpir la travesía); o que sería tan ansiosa la espera por llegar a las Molucas, que el Capitán General y sus hombres, atormentados ya por el hambre y los efectos del escorbuto, habrían preferido evitar estas minúsculas y poco importantes exploraciones en beneficio de acelerar la llegada a su destino.

Los registros de viaje y otros importantes testimonios solo mencionan un par de pequeños islotes y atolones. Pero cuando la expedición encuentra otras islas de mayor tamaño, Magallanes y sus hombres se detienen en Rota y Guam, un par de pequeñas islas volcánicas del actual archipiélago de las Marianas. Ahí se produce un primer contacto entre esas dos formas distintas de ver la vida y de interpretar el mundo. Las islas estaban habitadas por aborígenes que más tarde los españoles habrían de llamar “chamurres”, voz derivada del nombre de las castas más altas. Posteriores generaciones habrían de conocerles como “chamorros”, término que significa “sin pelo” o “esquilado” en el idioma de los peninsulares.

Los chamorros poseían unas embarcaciones que sorprendieron a los españoles por su versatilidad y ágil desplazamiento (las “proas”). Pero si algo habría de llamar profundamente su atención fue el sentido de relación social que regía las costumbres de los isleños que favorecían un concepto de jerarquía harto distinto y nada vertical. Constituían una sociedad matrilineal, que además carecía de un concepto de propiedad privada. Los peninsulares habrían de comprender que estaban frente a unos modos de conducta intrincados y sutiles. Magallanes y sus hombres tardaron en interpretar que su actitud belicosa tenía un carácter más bien ceremonioso y ritual: era como si los indígenas solo jugaran a hacer la guerra…

Esa forma de relación social confundió a los exploradores: los indígenas veían como normal el compartir sus bienes o el aprovechar aquellos otros que encontraban útiles, sin importar si eran o no de su propiedad. Magallanes tuvo gran dificultad en comprender a los aborígenes que se aproximaban a sus embarcaciones para provocar disputas a efecto de apoderarse de las provisiones, y regresaban más tarde con frutos y alimentos para compartirlos con la cada vez más confundida y fastidiada expedición… Así se les hacía arduo vivir entre el júbilo y la desconfianza!

Los isleños llegaron a provocar la ira de Magallanes al haberse apoderado de su pequeña embarcación personal. Por ello, enojado el navegante, preparó una ofensiva para recuperar sus pertenencias e incendió hasta un medio centenar de viviendas como gesto de represalia. En esa escaramuza dio muerte a un grupo de aborígenes. Se hacía difícil para los expedicionarios entender que al otro lado del mundo habitaba un pueblo que se guiaba por diferentes reglas, o por ninguna simplemente. Por eso llamaron a esas tierras como las “Islas de los Ladrones”.

Quito
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