25 octubre 2013

Por qué no soy “(monte)cristiano”

"Nadie te puede devolver lo perdido, ni se puede caminar cargando con una mochila de dolor en la espalda y mirando la mochila; la vida es tan bella, tan hermosa, que hay que defenderla, vivirla, hay que tener la actitud de volver a empezar”. José Mujica, presidente uruguayo.

Hacia 1927 Bertrand Russell dictó una conferencia magistral (“Por qué no soy cristiano”) que luego la recogió en uno de sus libros. Russell fue con probabilidad no solo el pensador más influyente, sino el más lúcido que produjo el Siglo XX. En esa charla el filósofo británico expuso las razones para su agnosticismo (postura que declara nuestro inaccesible entendimiento de lo divino) y explicó el porqué de la existencia de las religiones. En su criterio, la gran mayoría de los hombres adopta una religión porque la recibió en su hogar o por influencia del medio; o simplemente por un sentido de seguridad o porque le tiene miedo a algo.

Russell nos hace meditar en aquello que realmente resulta tan antagónico: la crueldad de que pueden ser capaces quienes, en nombre de esa religión que creen que es la única verdadera, persiguen y lastiman a otros hombres, probablemente por otra forma de miedo…

Por eso que he querido “tomar prestado” parte del título en referencia. Lo hago para explicar por qué no me he dejado tentar por ciertos cantos de sirena; unos que ya tenían alas y cobraron vuelo desde la constitución de Montecristi; por qué no sucumbí al embrujo y por qué no fui presa de esa tan sorprendente como inexplicable forma de seducción. Estoy persuadido que desde entonces, desde el “concilio” de Montecristi, se ha ido transformando una postura política en otra forma de religión… Así tenemos unos dogmas y unas creencias; existe un sumo pontífice; hay un culto por ciertos ritos y ceremonias; hasta han existido conatos de cisma; y tampoco han faltado ni los feligreses, ni los conversos, ni los herejes...

Debo aclarar que yo no vivía en el país cuando el líder se hizo conocer en forma tan inédita como apabullante. En otras palabras, cuando volví, el ya había llegado al poder y así pude quizá abstraerme de esa su inicial influencia. Por eso, cuando regresé, si algo me llamó la atención fue aquello de encontrar, no solo un estilo distinto, sino un presidente pendenciero que seguía actuando como si todavía fuera candidato, usando el resentimiento como combustible para su fuego, como si aún estaría en una electoral contienda… Por formación, siempre he procurado ser un conciliador; y creo que los odios conducen al miedo y este -a su turno- a la crueldad; la historia de la humanidad está llena de esas tristes experiencias.

Soy, por otro lado, un hombre convencido de la necesidad de la independencia de poderes; y creo que tal condición, así como el respeto hacia las minorías, es el principio fundamental de la democracia moderna. Lo que ocurrió después de Montecristi, es políticamente comprensible pero moralmente condenable: nos ha llevado a una “democracia” sin controles independientes, donde el sistema se ha vuelto campo fértil para el dogma, la intolerancia y el autoritarismo; y para que campeen el adulo, la arbitrariedad y la persecución política.

Estoy convencido que quien nos ha de llevar hacia el primer mundo, ha de ser el líder que tenga la visión y la osadía de gobernar prescindiendo del complejo, del odio y del resentimiento; que gobierne sin desaprovechar esa irrepetible fortuna de contar con tanto recurso; y que sepa utilizar el diálogo y la cooperación de los demás -sobre todo, de quienes más tienen- para hacer más fácil la vida de los marginados. De otro modo, el intento se convertirá en una oportunidad perdida!

Jeddah
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