13 marzo 2014

Esos hurtos oníricos…

A la vieja usanza de aquellos príncipes que recibían como obsequio un garboso corcel el día mismo de añadir por primera vez un segundo dígito al guarismo de su edad, a mí también me dieron por regalo un juguete enorme el día en que cumplí mis primeras mil horas de vuelo. Se trataba de un brioso caballito de metal, lo habían fabricado en la de Havilland del Canadá, era un bimotor de ala alta y neumáticos enormes, apto para transportar hasta veinte ocupantes, que tenía como misión y propósito operacional -para la empresa en la que yo trabajaba- reemplazar al venerable Douglas DC-3. Era un turbohélice diseñado para operar en pistas cortas: el DHC-6 Twin Otter.

Siguiendo la costumbre de la empresa constructora lo habían bautizado con el nombre de un animal oriundo de las praderas y bosques canadienses. Además, haciendo honor al que se había constituido en el avioncito emblemático de la de Havilland (el monomotor DHC-4 Otter), la fábrica había insistido en ese nombre que significaba “nutria”, en homenaje a ese DHC-4 que había tenido una exitosa comercialización y que, a su vez, representaba el desarrollo de otro monomotor que había tenido afortunada designación: el DHC-3 Beaver. En efecto, el nombre original del prototipo del Otter había sido King Beaver (Rey Castor).

Yo recién había cumplido diecinueve años cuando pasé de copiloto del DC-3 a comandar el Twin Otter. ¡Mucha carne para tan poco palito! Y es que, aunque el Twin ha sido, hasta aquí, el avión más versátil y fácil entre los que he piloteado, estaba, sin embargo, destinado a ser utilizado a una operación muy delicada y que entrañaba cierto riesgo: la llamada operación STOL (siglas en inglés que significan “despegue y aterrizaje en pistas cortas”). Las bondades con las que contaba el DHC-6 compensaban, por ventaja, mi escasa experiencia y la ausencia de pericia que requería un trabajo de tan enorme responsabilidad como el que se me había encomendado.

Con este magnífico aparato descubrí que también se lo utilizaba para rutas cortas con baja densidad de pasajeros, que están operadas por aerolíneas que en inglés, asimismo, se las denomina “commuter”. Esto porque el inglés tiene el beneficio de contar con un verbo (to commute) que se refiere a la condición de ciertas personas que viajan desde o hacia su domicilio con el objeto de realizar su trabajo. Debo reconocer que el verbo “conmutar” existe también en el idioma castellano, pero -de acuerdo con las diferentes acepciones reconocidas por la Academia de la Lengua- no se lo llega a utilizar con idéntico o parecido sentido.

Esto de “conmutar” es parte inherente a mi actual trabajo. De hecho, mi ajetreo “conmutatorio” es largo, tedioso e inevitable. Mi base actual está ubicada en las riveras del Mar Rojo y debo tomar dos días, dos, para desplazarme y llegar hacia mi ocasional destino (sea este mi base o mi domicilio). Uno de los tortuosos inconvenientes circunstanciales -cuando se viaja y se hacen varias conexiones-, es justamente el de contar con el equipaje que uno ha embarcado cuando ha iniciado su interminable periplo. Poco a poco me he ido acostumbrando a lidiar con esa desagradable sorpresa que a veces deben enfrentar los pasajeros regulares: la de que su indispensable equipaje no les haya acompañado cuando llegan a su destino…

Debe ser por este motivo que sufro en esta etapa de mi vida, de una pesadilla recurrente: sueño con cierta frecuencia que me han robado el equipaje por culpa de un insignificante descuido… Y, cuando vengo a darme cuenta, zas!, ya no se encuentra mi adorada maleta conmigo! Esto, como si aquello de que mi equipaje siempre salga por la banda como último artículo, no fuera ya suficiente suplicio! Anoche tuve otra vez un sueño parecido… había acudido al psicólogo para consultarle cuál podría ser la interpretación de aquellas oníricas sustracciones. En el sueño había dejado mi vestimenta en los vestuarios y, para mi posterior sorpresa, me habían robado mis pertenencias mientras consultaba al facultativo!

Quito
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