27 marzo 2013

La profecía que mira hacia atrás

La anterior es una frase que usó Flaubert para definir a la historia; la recuerda Vincent Cronin en su biografía de Napoleón Bonaparte. La lectura de ese relato me ha llevado a un recuerdo de niñez, cuando alguien me había obsequiado una pequeña colección de libros diminutos: se trataba de las semblanzas abreviadas de los grandes hombres de la historia. Una era, justamente, la de ese militar y estadista extraordinario, a quien no siempre el tiempo ha hecho justicia. Por qué? Quizá porque supo recortar los privilegios de unos pocos; o, quién sabe, si por la mezquindad ajena o por ese su confesado agnosticismo; o por aquello que todos ya conocemos: la historia casi siempre la escriben los triunfadores.

Es probable que ninguna personalidad histórica haya estado envuelta, como él, en el centro de sentimientos tan contradictorios y antagónicos; Napoleón, como toda figura fatídica, habría suscitado admiración y rechazo. Por ello ha de ser que Austerlitz -la victoria militar más formidable de la modernidad- y Waterloo -la derrota más inobjetable-, representen los epítomes del triunfo y del fracaso.

Napoleón había demostrado desde muy niño su energía y curiosidad; parece que desde temprano ya expresaba su espíritu pugnaz y se distinguía por su sentido del orden e impaciencia: era un perfeccionista. Como corso, provenía de una distinguida familia italiana, aunque los “Buonaparte” carecían de riquezas y de canonjías. En su personalidad estuvieron siempre impregnados los aspectos del carácter corso: el sentido del honor y de justicia, el coraje y el heroísmo.

Siempre fue precoz. Muy pronto tuvo que decidirse entre la vida religiosa y la milicia. Había dejado su casa a los nueve años para cursar sus estudios; y a los catorce fue admitido en la escuela militar. A los veinticuatro llegó a brigadier; a los veintiséis era ya general; y a los treinta lograba ser nombrado como director, en su afán de promover una nueva constitución para Francia. Luego, se coronó -él mismo- emperador a los treinta y cinco. El suyo era ya un imperio con una extensión que no se había conocido desde el de Roma: cubría media Europa.

Fue también un extraordinario estadista: el influjo de su código perdura hasta nuestros días. De sus intensas lecturas habría concluido que algo andaba mal en Francia: "campeaban la injusticia, la pobreza y la corrupción". Eran tiempos de un poder monárquico excesivo: era la época del “despotismo ilustrado”. Quiso propender a una forma de monarquía constitucional, basada en el pensamiento de Mirabeau, que favoreciese al pueblo: (“la monarquía limitada por la ley y la ley garantizada por la monarquía”); convencido de que “solo la moral consigue la libertad” y, también, que “es la ambición la que pervierte al patriotismo”.

Napoleón era más bien pequeño (medía un metro sesenta y seis centímetros); tenía las piernas gruesas, el pecho ancho y el mentón prominente. Se dice que su cuerpo carecía de proporciones y que sufría de hemorroides. Aunque frugal y de buena memoria, era impulsivo y exhibía una voluntad inflexible. Cuentan que dormía muy poco y que demostraba poseer un gran ojo para la topografía. Sin embargo, su gran pasión militar dedicó siempre a la artillería. Estaba persuadido que “la moderación es la base de la moral”. Como buen soldado francés, mostraba una gran aptitud física y un profundo horror a la vergüenza.

¿Cómo consiguió sus victorias como militar? Con disciplina, prohibiendo a sus hombres el saqueo, ascendiendo a los más valientes, cuidando de la unidad de mando; demostraba también un gran sentido de sorpresa para desmoralizar al enemigo. Cómo lo consiguió como político? Con un sentido de equidad y de justicia, que lo consagró en su Código Civil, y siempre haciéndose dos preguntas simples: primero, ¿es justo?; y, segundo ¿es útil? Esto no le impidió convertir a la república en una nueva monarquía al declararse emperador, con la venia de los franceses.

Padeció de un cáncer al estómago, igual que su padre, lo que le persuadió que ese era un mal hereditario. Murió solo, en una isla diminuta, repleta de ratas, a donde tuvo que ir a vivir los cinco últimos años de su vida: Santa Elena, una isla ubicada en medio de la nada, a 1700 kilómetros de África; ya olvidado, sin ilusión de vivir y sin descendencia. También falleció temprano: tenía solo cincuenta y dos años!

Riyadh, 27 de marzo de 2013
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