14 junio 2013

Entre la roca y el concreto

Sólo como una aldea, como una aislada y diminuta aldea. Así habrían empezado un día las formidables y sorprendentes mega-ciudades. Y uno se pregunta: ¿qué fue lo que movió a unos hombres a privilegiar esos iniciales asentamientos, qué los impulsó a favorecer su crecimiento y desarrollo? ¿Y qué fue lo que convirtió a aquellas urbes en mimadas de propios y extraños, en favoritas de lugareños y hombres de paso, en preferidas de unas gentes que tuvieron la intención de allí asentarse o de unos hombres visionarios que las vieron como una oportunidad para invertir y crecer con ellas? ¿Fue acaso solo una ocasión social o comercial -quizá política- propiciada por una cierta coyuntura? ¿O fue también la gracia y el hechizo de su aventajado entorno, de ese su panorama paradojal y fascinante?

Medito con fruición en el contexto geológico de esos enormes asentamientos humanos y no puedo dejar de intuir que algo de la belleza natural del contraste que exhibe su geografía, debe haber atraído y estimulado el afincamiento masivo y continuo de sus habitantes. Y no solo -y en forma única- deben haber incidido en ello las oportunidades económicas o los atractivos que potenciaron sus medios de vida. Observo, además, que casi siempre ha sido el mar el que, de manera indefectible, ha sido parte de esos panoramas que las hacen atractivas, y tan dueñas de ese carácter que orgullosas ostentan como centros cenitales.

Son siempre aquellos riscos los que se precipitan en forma vertical sobre unas portentosas ensenadas y bahías. Ellos parecerían desplazar con terquedad al hombre para que pudiera satisfacer la realización de las construcciones que se propone; pero, a la vez, le regalan la posibilidad de aprovechar un marco estético que incentiva su imaginación y le obliga a extremar su creatividad para propiciar flamantes ambientes y conseguir novedosas soluciones. Entonces, la huella de su modernidad surge; y no a pesar del escollo físico o del impedimento natural sino como consecuencia feliz de que existan aquellos obstáculos y más dificultades.

Pienso en estas metrópolis importantes y emblemáticas que andan repartidas por el mundo, en donde a su prodigioso -e inconcebible- adelanto urbanístico hay que añadir el envidiable privilegio de su inherente fisonomía; y no creo que podamos imaginarlas sin reconocer la presencia de sus majestuosos entornos. Ahí están, a guisa de ejemplo, ciudades como Río de Janeiro, Hong Kong, Sydney o Vancouver... Ellas han sabido resolver su problemática espacial mediante el uso admirable y agresivo de la verticalidad y gracias al lúcido aprovechamiento de sus recintos subterráneos.

Allí, los abismos y escollos que plantea la naturaleza son desafiados por los que con sus sorprendentes estructuras ha respondido el hombre; allí el vértigo de la roca transige ante la temeraria imaginación del arquitecto, ante la imprudente provocación del constructor, ante al asedio aventurero de quienes fantasean con sus porfiados proyectos y forjan el futuro de estas insólitas metrópolis.

Estas urbes constituyen un símbolo de imaginación y laboriosidad. Representan el fruto de una simbiosis formidable entre las cúspides señeras de la civilización y la vigorosa herencia que exhiben las más variadas manifestaciones que tiene la cultura. Ellas constituyen un testimonio de la vocación del hombre y una prueba de su capacidad para imaginar y vislumbrar, para proyectar y concebir, para improvisar y culminar. Y demuestran, ante todo, esa voluntad que él expresa cuando propone unas formas y planifica unas estructuras; cuando prefigura unas obras y pergeña unas construcciones. Así, y en callado acuerdo, es como parecen irse distinguiendo estas ciudades colosales!

Stanley, 13 de junio de 2013
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