26 junio 2013

Sunrise, sunset

Pocos días atrás el mundo celebró, una vez más, “el día más largo del año”. El Ecuador no se abstrajo a dicha exaltación debido a la costumbre, ya tradicional, de solemnizar el “Inti Raymi”, que no es sino un hábito ancestral: el de venerar al sol en el solsticio de verano. Aunque… no exactamente! De acuerdo a uno de los cronistas, el Inca Garcilaso, lo que realmente se celebraba en tiempo de los incas era “el día más corto del año”, es decir el solsticio de invierno; y esto tiene su sentido, porque en el hemisferio meridional -esto es, al sur del ecuador- este fenómeno, la disminución de la exposición solar, ocurre en estos meses del año.

Parece que la ceremonia para los incas marcaba un doble objetivo: establecer el principio del año calendario y, por otra parte, rendir homenaje al dios Sol; al que, de acuerdo a su propia mitología, se debía el nacimiento de la estirpe imperial.

En lo personal, tengo el particular convencimiento que nuestros antepasados (los del actual Ecuador) deben haber heredado de los incas esta celebración como una festividad civil y no como la confirmación de un fenómeno que, para ellos también, reflejaba la cambiante longitud de los días. Y digo esto, porque -haciendo abstracción de los mínimos cambios que se producen debido a la inclinación de la eclíptica- la duración de las horas de claridad a lo largo del año, en nuestra latitud, es prácticamente la misma.

En efecto, y en la práctica, los que vivimos junto a la línea equinoccial poco nos damos cuenta de las variaciones que se producen en la duración del día a lo largo del año. Es tan mínima esta diferencia, que quienes somos “equinocciales”, en la práctica, podemos “adivinar” la hora exacta en una determinada cláusula de los crepúsculos, los mismos que -en nuestras latitudes- tienen una duración casi invariable y suceden de forma muy parecida durante todo el transcurso del año.

Por eso es que resulta tan sorpresivo, y nos afecta tanto, cuando quienes hemos vivido en un país ecuatorial tenemos que desplazarnos a otras latitudes, donde no solo que cambia en forma drástica el clima a través del año, sino que -y esto parece que es lo más significativo- cambia sustancialmente la hora a la que el sol se asoma y se oculta con el paso de los meses y de los días. Postulo, por lo mismo, que este fenómeno no deja de afectarnos en forma parecida a la que produce el pernicioso “jet lag” cuando, por habernos desplazado a otros meridianos, debemos soportar los molestosos efectos del cambio de hora.

Esto parece que fue lo que me aconteció cuando, siendo todavía muy joven, tuve que radicarme por unos pocos meses en la Florida, donde recibí mi inicial formación aeronáutica, y en donde -en el verano- aclaraba antes de las cinco de la mañana y oscurecía después de las ocho de la noche… Más tarde habría de descubrir que en ciertos lugares de habla castellana se dice, por ejemplo, algo que nos causaría hilaridad: “las ocho de la tarde”…

En el año noventa (me cuesta reconocer que ya va a ser un cuarto de siglo) me tocó en suerte viajar a Suecia, durante el mes de junio, para cumplir con un curso de seguridad aérea. Para mi sorpresa, la claridad del día duraba alrededor de veinte horas, las horas de oscuridad eran realmente de penumbra y el cielo sólo llegaba a adquirir un color indefinido, uno en el que prevalecía el azul cobalto!

Sí, nuestros antepasados aborígenes no pudieron haber caído en cuenta de la duración real de los días. Ni teniendo relojes, digo yo, y no me anima la ironía…

Jakarta, 26 de junio de 2013
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