16 junio 2013

¡No, no hay derecho!

Se llamaba Rafael, me llevaba tal vez con cuarenta años de diferencia y desde un día que -siendo yo todavía soltero- le acompañé a realizar un prolongado viaje, puedo decir que nos convertimos en buenos amigos. Yo tenía a la sazón -cuando realizamos aquel inconcebible periplo- tan solo veintitrés años; así fue como lo conocí (gente con más suspicacia que la mía insinuaría que así fue como él me conoció a mí). Lo cierto es que así fue como aprendí a ganarme su confianza y, sobre todo, a respetarlo. Así fue como él y yo nos hicimos amigos.

Se había destacado en la vida pública; aunque, debido a sus posturas, había despertado reacciones e inconformidades; los valores que proclamaba y defendía no siempre le ganaron amigos. Como militar que había sido, creía en la lealtad, la gratitud y el espíritu de cuerpo. En lo personal, era un extraordinario anfitrión, era un hombre generoso y cuidaba con mucho celo el sentido familiar. La casualidad -lo que otros llaman destino- quiso un día que nos convirtiéramos en “familiares políticos”. Siempre me supo tratar con consideración y deferencia. A ratos me dejó la impresión que me había convertido en su yerno favorito.

Siempre sospeché que no le resultaba atractiva la idea de expresarse en público –algo inimaginable en un político-; quizá se había dado cuenta que su dicción no era muy clara y que los “Demóstenes de profesión” utilizan embelecos y recursos que él no había ni ensayado, ni -menos aún- aprendido. Por ello es que utilizaba frases de impacto (con el beneficio que en física tiene el “golpe de ariete”), frases que le ayudaban a reconfigurar su exposición y a disimular una cierta falta de elegancia a la hora de declarar unas propuestas o desarrollar unos contenidos.

Por ello me acostumbré a ciertas frases que el Coronel usaba con insistencia (nunca quise llamarle por su nombre de pila); y creo que fue así como mi oído se fue acostumbrando a ciertas muletillas que repetía con relativa frecuencia: “entre gallos y medianoche”, “sin beneficio de inventario”, “ yo no sé de esas cosas”, “¡no hay derecho!”. Esas fueron frases que, cuando él hablaba, pudiera decirse que yo ya las anticipaba o me las prefiguraba. No solo eso: siento que en ciertas ocasiones me dejé llevar por la marea de su influencia y, más pronto que tarde, se convirtieron en frases que, muy probablemente, yo también utilicé…

Hoy mismo, frente a la ausencia de un debate formal en la Asamblea Nacional para aprobar una Ley de Comunicación que representa los intereses del partido de gobierno, me ha dado la impresión que el procedimiento empleado ha creado la percepción de que aquello fue realizado “entre gallos y medianoche”, que aquél inusitado apremio no encontraba justificación y que, por lo mismo, se había procedido -con tan atolondrada actuación- sin que realmente hiciera falta (la mayoría parlamentaria tiene los votos para aprobar cualquier iniciativa en la Asamblea) y sin que realmente existiese un “beneficio de inventario”…

Me produce democrática inquietud que se proceda de tan innecesaria manera. ¿Se lo hace por soberbia? ¿Acaso por ineptitud, intolerancia o intransigencia? ¿Prima tal vez la convicción de que existiendo -como ciertamente existe- una mayoría para decidir en cualquier votación, eso de “debatir” no es sino una pérdida de tiempo? Son, estas, preguntas sin respuesta, acciones que a muchos nos generan malestar, artificios que parecerían esconder una embozada intención, la intolerante propuesta de imponer una oscura y dogmática visión. No puedo sino repetir con lástima: ¡No hay derecho, no hay derecho!

Riyadh, 16 de junio de 2013
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