20 enero 2013

Del haragán y sus rincones

Era el último en la lista de la clase y se habría de distinguir también por ser el último en aprovechamiento. Era enjuto y más bien moreno; algo en su apariencia denunciaba que era uno de esos mozuelos que vivían enemistados con el aseo. Llegaba tarde con frecuencia y era quien no había estudiado sus lecciones o no había preparado sus tareas. Tampoco portaba sus útiles escolares, ya sea porque los había dejado en casa o porque -según argüía- alguien los habría tomado por malicia, cuando él los había dejado descuidados en algún sitio del colegio. Siempre lo mandaban a que fuera a lavarse la cara y su traza combinaba aquella cabeza despeinada con una perenne vestimenta de arrugado aspecto.

Lo sentaban en el fondo de la clase, en una esquina que por costumbre se había asignado a los traviesos. Alguna vez intentaron ubicarlo en la primera fila, quizá en el ánimo de estimularlo, pero pronto se dieron cuenta que era una estrategia equivocada, pues era tal su desatención que, sin que nos lo propusiéramos, todos terminábamos repartiendo nuestra atención entre la asignatura regular y sus holgazanes movimientos. Por eso, pronto dejó de ser nuestro condiscípulo y sólo lo encontrábamos de tarde en tarde sentado en algún rincón de los corredores o deambulando por los patios, engullendo algún refrigerio.

No hacía falta conocer de sus incumplimientos escolares; algo en su manera de vestir y en su desgana al caminar daban anuncio de su condición de zángano de nacimiento. Su corte de cabello era corto e irregular y no ayudaba a esconder las múltiples huellas de sus heridas y contusiones. Mas, era su atuendo el que daba que hablar, aquellas huellas de mostaza o de salsa de tomate que sus prendas exhibían en sus solapas, reliquias estas tan viejas y frecuentes que parecían ser parte de su singular atuendo. Un día el inspector lo hizo volver a casa porque traía vestigios de yema de huevo en las comisuras de los labios y en ese su desaliñado uniforme de días festivos que él usaba incluso en los de asueto.

A medida que fuimos creciendo dejamos de verlo con la misma asiduidad; talvez por la brecha existente entre nuestros cursos o porque nuevos gandules tomaron posesión de un lugar que había sido reservado a sus desaplicados arrestos. Otros vagos vinieron a ocupar nuestra atención, unos que evitaban asistir a aquellas clases que ellos despreciaban o que, como si se tratase de algo natural, se ausentaban por toda una tarde y luego se ingeniaban para presentar unas excusas que justificaban sus extravíos aviesos.

La misma mañana que fue nuestra última como estudiantes, volví a ver al haragán a la hora del recreo. Estaba sentado en una esquina, luego de que lo habían expulsado de clase por no haber cumplido con sus tareas de colegio. Se había apoltronado en la grada y, cual si fuera ese su sello de distinción, comía en forma desordenada un refrigerio mientras limpiaba los residuos de su vianda con la manga de su atuendo. Cuando pasé por su lado pude advertir que plagiaba en un diminuto papel cuadriculado los cardinales datos de un estropeado texto.

Fue muchos años después cuando volví a encontrarlo luego de que dejamos el colegio. Había entrado yo en un congestionado ascensor de dependencia pública, cuando alguien mencionó mi nombre y reconocí al mozo sonriéndome desde un rincón en el azogue del espejo. Estaba ahora rodeado de un grupo de colegas de trabajo y, por la forma en que lo trataban, pude advertir que gozaba de alguna posición de privilegio. Ya no lucía aquellos trajes de rugoso talante descuidado; pero la huella seguía ahí, la llevaba como un tatuaje. Próxima a las comisuras, la impronta se mantenía, como si fuera su rúbrica, aquella de la yema de huevo…

Sydney, 20 de enero de 2013
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