13 enero 2013

Una metáfora de la vida

Voy en estos días con relativa frecuencia a diferentes parques infantiles. Lo hago por la periódica circunstancia de que vengo a visitar anualmente a mis nietos cuando se encuentran de vacaciones. Si alguna vez se me ocurrió que el nivel de bienestar y prosperidad de un país no se lo debía juzgar por sus monumentales obras de infraestructura, sino por el cuidado que ponía su gente para diseñar, construir y proveer de aceras y veredas a sus caminos y calles; hoy empiezo a sospechar que tal evaluación debería hacérsela tomando en cuenta los lugares de recreación que se han provisto para la distracción de los futuros ciudadanos.

Si algo me impresiona en mis viajes a Australia, es justamente el celo y empeño que los municipios locales han puesto en la construcción y debida disposición de estos recintos de entretenimiento. Porque un parque infantil es un espacio de general y libre acceso que debe consistir en algo más que la simple presencia de pistas, columpios, sube y bajas, tiovivos y toboganes. También importan, en este sentido, un sinnúmero de importantes y diversos elementos, como son: su diseño ergonómico, la ausencia de riesgos; la presencia de elementos y colores atractivos, de áreas cubiertas, de bien atendidos y provistos servicios higiénicos, de cómodas instalaciones para la adecuada supervisión de los acompañantes.

Advierto que hay algo de seductor en éstos lúdicos lugares. Y esto va mucho más allá de nuestros propios recuerdos o de aquello que pueda avivar a la nostalgia… Hay en el parque infantil toda una disimulada alegoría, una formidable parábola de la vida, un paralelo al que no puede abstraerse quien visita estos simbólicos lugares. El centro de entretención no deja de constituir una metáfora de la vida!

Para empezar, su extensión -aunque carente de obstáculos y barreras- no deja de estar debidamente delimitada. En el parque hay senderos y lugares para ejercitar actividades específicas; hay, dentro del entorno, unas reglas básicas que deben respetarse; pero sobre todo una conciencia -inclusive compartida por los chicos que son menores- de que se debe cuidar con esmero el buen estado de dichas instalaciones. No todos los juegos se los puede utilizar, a menos que se tenga las requeridas habilidades. Hay riesgos, deterioros y atropellos que se deben evitar; y hay un código invisible de conducta a objeto de respetar a los demás usuarios.

Es en el parque donde se aprende a jugar y a vivir en comunidad; a apreciar el contacto con quienes se desconoce y a respetar las preferencias de los demás; ahí, en ese pequeño terreno, sabemos que allí nos congregamos para disfrutar de lo que existe, “porque hemos venido a jugar”; pero, ente todo, aprendemos que existe un protocolo que tenemos que acatar; y que… cosa curiosa, no se debe tratar de utilizar en forma conjunta, y menos de modo abusivo, las argollas de balanceo y los sube y bajas; o los columpios, al mismo tiempo que los toboganes!

Porque al parque llegan todos y de todo. Llegan los tímidos y los inquietos; las madres solteras y los abuelos; niños retraídos y mozuelos abusivos. Llegan los que no vienen, como los otros, a disfrutar del parque; sino que se complacen en atropellar y en sacar provecho de quienes parecen tener edades similares… No faltan tampoco quienes no respetan la propiedad ajena; y ni siquiera aquellas aves predatorias que están atentas a nuestros ocasionales descuidos…

Sí, la vida tiene algo de aquel pueril espacio; del cándido e inofensivo parque…

Sydney, enero 11 de 2013
Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario