07 enero 2013

Los varios tonos del gris

Había nacido en Indonesia con el nombre de Vera de Vries; y, aunque prefería que la llamen de “madame”, había escogido el seudónimo de Xaviera Hollander. Su reputación no habría sido tan buena como su memoria y por ello pronto se dedicó a la infame tarea de narrar con impúdico pormenor el desarrollo de sus variados y eróticos encuentros. Todo esto, cuando ya habían transcurrido tres cuartos del siglo precedente, venía a constituirse en provocativa novedad en un mundo atrapado entre el invite de lo casual y la vieja hipocresía.

Su iniciativa no hubiera alcanzado a acceder al reservado título de “literatura”, pero ciertamente sus obscenos y desenfadaos escritos habrían de convertirla no solo en precursora de una nueva forma de impudor, sino además de un estilo de escribir que habría de encontrar clientes ingenuos dispuestos a convertirse en sus lectores cautivos. Yo mismo caí alguna vez en la pegajosa red de su “columna de consejos” cuando, casi sin querer, tomé prestada una revista Playboy y no quise contentarme con la sola contemplación de esas sugerentes fotografías, que tanto extasiado deleite parecían producirnos en adolescentes tiempos. Allí no había aquel arte que procura potenciar el maravilloso instrumento de la palabra, lo suyo era puramente un afán de espolear la lujuria e incentivar los sentidos.

No eran tampoco, ni de lejos, las sugestivas y magistrales narrativas que más tarde habríamos de descubrir en el desparpajo de un D. H. Lawrence o de hallar en las notas de aquel irreverente iconoclasta que conocimos en su trilogía de “La Crucifixión Rosada” bajo el nombre de Henry Miller; lo suyo era, más bien, un provocativo alpiste destinado a afiebrar solitarios como insatisfechos espíritus. Pero, igual que siempre, ese “tranvía llamado deseo” seguía pasando por ahí y alguien habría de tomarle la posta a Xaviera, la jubilada dama de compañía, la damisela insaciable, en cuanto a la publicación de sus narrativos embelecos.

Por eso, y aunque sin el misterio de una Mata Hari ni la pericia de la que hacía alarde la misma Xaviera, ahora ha llegado desde Gran Bretaña una imaginativa señora que firma como E. L. James y que pocos la conocen por Erika Leonard, su nombre de casada; o por el de Erika Mitchell, haciendo cuestionable honor al patronímico con el que habría nacido. Nadie sabe tampoco si aquel “nombre de pluma” pertenece a una individualidad auténtica o si, como se ha puesto de moda, se trata de un nombre que disfraza a todo un gremio que escribe acerca de un tópico específico. Erika se ha convertido así, y de la noche a la mañana, en un novedoso instrumento para la sensualidad, en herramienta de educación sexual, en una forma de vademécum para enardecer nuestros carnales apetitos.

Cual si se tratase de una serie de “Harry Potter para adultos”, la señora James ya ha convertido en éxitos editoriales a su tres primeros libros. Ellos exploran todas las fantasías imaginables y aquellas naturales tendencias que la religión y la cultura por siglos han reprimido. Daría por momentos la impresión que ya no tiene importancia que esos textos carezcan de trama o argumento. Lo único que parece contar es la descripción erótica del acto de copular -lo que define el diccionario como “tener ayuntamiento”-, con la desvergonzada descripción de nunca saciados y siempre continuos como sugestivos encuentros.

Es esta forma de narrar no interesan ni las aventuras ni los episodios marcados por el suspenso. Basta y sobra con insistir en la misma receta: relatar una y mil veces el imaginativo acto de juntarse para amar, el creativo placer de conocerse (en sentido bíblico) o de fornicar. Basta con acicatear las pasiones… Copular se convierte así en único argumento! Y todo porque, aunque lo quieran  comparar con un tranvía, es toda una locomotora aquel dulce arrebato que llaman deseo.

Sydney, 7 de enero de 2013
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