16 enero 2013

El país en almoneda

Fue aquella una temporada en la cual la gente del trópico “venía a invernar”; y así como hubo otras asignadas para disfrutar de las frutas, o aun para divertirse con cometas y “zumbambicos”, o con peonzas y bodoqueras, a esos días de invierno habíamos dado en llamar en la sierra “tiempo de costeñas”. Era esa una cláusula posterior al veranillo del Niño, cuando gente con otro color de piel, un color no exento de inconfundible y contradictoria palidez, que usaba vestimentas signadas por su carencia de abrigo y por la prodigalidad de sus colores llamativos; gente de hablar abreviado y una sugestiva y bamboleante forma de mover sus caderas, venía a visitar la serranía con anual frecuencia.

En esas cortas vacaciones, al igual que en las de la larga y ventosa temporada estival de la región interandina, se me encargaba con cierta frecuencia del cabal cumplimiento de algunas modestas como indecorosas tareas. Una de ellas tenía que ver con la adquisición de provisiones y vituallas para la diaria alimentación doméstica. El viaje al mercado para cumplir con aquella sucinta lista -de perfecta caligrafía- preparada por la abuela, se me fue convirtiendo así en cotidiana faena. Entonces, y a pesar de mi inconforme reticencia, el lamentable suministro de una arrugada funda de compras -de papel Manila- denunciaba la misión y cometido, y poco ayudaba a disimular la vergonzante e infantil afrenta…

Vivíamos entonces a pocos pasos de una plazuela que estuvo destinada a que los apuros de la modernidad amputaran su carácter; desde allí se llegaba al mercado Central por una inclinada callejuela de corte irregular cuyas estrechas veredas habían sido invadidas por ocasionales vendedores ambulantes. Estaba, en esos todavía recordados tiempos, la angosta calleja, guarnecida por fondas y cantinas, y era pródiga en tiendas de abasto ubicadas a la sombra de estrechos zaguanes.

La calzada se había convertido, más que en una cornucopia de productos, en un expresivo muestrario de colores, olores y sonidos que por fuerza se nos fueron haciendo familiares. Era, ese breve recorrido, catálogo y repertorio; y en ese corto espacio se encontraba de todo y para todo; había gente de toda condición, de todo tipo de extracción y perteneciente a todas las edades. La calzada se convertía desde temprano en un sitio de subasta, en un lugar para la feria. Allí, jamás pudieron estar ausentes ni los prestidigitadores ni los charlatanes.

Hubo voces y sonidos que, si alguna vez los escuché en mi infancia, puedo dar fe que solo los percibí al deambular en busca de cumplir con mis humildes mandados. Aun hoy, cual si se tratase de un eco prolongado, me parece escuchar el rumor de aquella trajinada calle. Algunas de aquellas expresiones parecen todavía sonar en mis oídos: Agua de coco! Chapas, candados, tijeras, cuchillos! A ver… llevará la espumilla! Naranja de Balsapamba, cien las veinticinco! Vea, qué está buscando pues caserito? Vendrá, vendrá nomás, para darle yapadito!

Estos tiempos de hoy, que son tiempos de promoción electoral, me recuerdan a ese lugar de feria y de transacción, a ese entorno asfixiante donde ejercían su impostura la subasta y la compraventa. Ya no es la calzada estrecha, es todo el país que es testigo de la puja y la oferta de ocasión. Todo se ha puesto de remate y en liquidación. La pobre patria es objeto de efímera almoneda. Ya no es “tiempo de monas”; es tiempo de cotorras y de lenguaraces; tiempo de engañosos saldos, de perecederas rebajas y de precarias ofertas. Tiempo, al fin, de elecciones…

A ver, caserito, llevará las esperanzas, verá, hemos de darle harto y baratito! Vendrá! Vendrá!

Sydney, 16 de enero de 2013
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