26 enero 2013

Tarifa de penumbra

Algo de extraño encontré siempre en los crepúsculos, en esa la llamada hora vespertina. Y, a pesar de que la hora de la penumbra es a la vez presagio de un día que vendrá -de un nuevo día-, siempre me pareció que aquellas horas del atardecer tenían un cierto carácter ominoso, un raro auspicio, el sentir que el sol se había ocultado y que quedaba en el pasado lo que hace tan pocas horas fue, a su vez, “un nuevo día”. Hay una sensación inexplicable a la hora del atardecer, la paradójica impresión que estamos dejando una tarea inacabada y no concluida…

En mis peripatéticos desplazamientos alrededor del mundo (disculpen la poética pedantería), acudo de tarde en tarde -nunca mejor dicho- a jugar golf en distintos campos en los que me permiten hacerlo a precio razonable. En ocasiones puedo aprovechar de tarifas promocionales que me permiten jugar en forma indefinida (normalmente solo pueden jugarse hasta dieciocho hoyos); en otras, procuro obtener ventaja de lo que llaman el “twilight rate”, es decir la tarifa crepuscular.

No estoy muy informado de por qué el jugar a esa hora (empieza en el verano después de las tres o cuatro de la tarde) represente un costo más conveniente, sobre todo porque se asume que pudiera existir cierta congestión ya que es a esa hora precisamente cuando la gente ha terminado de trabajar y encuentra que la temperatura es también menos inclemente. Lo cierto es que se puede jugar hasta que llegue la noche (me refiero a canchas que no están iluminadas) o hasta que uno se termine por cansar, o hasta que uno lo quiera hacer… buenamente.

Es un poco, pienso yo, como esta etapa de la vida que me corresponde cumplir. Una época un tanto tardía para llamarla “edad mediana” y todavía prematura para incluirla en el eufemístico circunloquio de “tercera edad”. Lo importante es que es una edad en la vida en que “jugar” ya no cuesta tanto, se lo puede hacer en diversas canchas (me refiero a diversas actividades), se nos permite deambular, satisfaciendo las incidencias del juego, sea que estemos solos o sea que estemos acompañados, hasta que nos lo impida el cansancio o hasta que llegue “la noche”.

Estoy persuadido que somos nosotros, justamente “los mayores”, quienes más aprovechamos estos costes crepusculares, probablemente por nuestra propia “condición de penumbra” que en algo se identifica con aquella hora vespertina. Esto parece generar una secreta identidad entre los que a esa hora asisten, algo como una suerte de subrepticia hermandad, una inusitada solidaridad que crea la conciencia de la ineluctable presencia de la oscuridad, la inminente llegada de la próxima hora de despedida.

La hora del crepúsculo se parece al ocaso de la vida. No todos alcanzan a jugar los dieciocho hoyos que tenían programados… Pero, al igual que en la vida, no siempre los más felices son aquellos que logran terminar su juego, ya que la realización no se mide por el número de hoyos que se logren completar, sino por el sentido de disfrute y satisfacción que aquel nos vaya deparando… Sí, el golf es en sí mismo una alegoría de la vida; y la metáfora alcanza plenitud cuando nos toca vivir unos años tratando de sacarle provecho a aquella tarifa crepuscular…

Sydney, enero 27 de 2013
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