25 abril 2013

Crecientes y riadas

En algunos países de América llamamos crecientes a las riadas, a las crecidas del torrente o del caudal de los ríos. Es probable que una inmensa mayoría de los hombres que vivimos en las ciudades no sepa, de viva mano, lo que representa este fenómeno telúrico. Lo que sabemos, lo hemos visto en documentales o en los noticieros televisivos. Y, aún así, eso que hemos visto es solo el resultado de esa expresión de la furia de la naturaleza: vemos sus consecuencias y secuelas, pero no somos testigos del momento mismo de la crecida, de su vertiginoso proceso.

Yo aprendí a nadar muy tarde; fue un episodio de mi vida casi tan tardío como mi carta de ciudadanía; y, al igual que esta, nunca disfruté de su pleno ejercicio… Siempre me quedó el recelo al agua como un rezago: debe ser porque no tuve un entrenamiento oportuno -más que adecuado-, por ciertas experiencias infantiles o porque una predisposición fisiológica hacía que me hiperventile con facilidad.

Siendo todavía un crío, crucé con un primo un poco caudaloso río en busca de un estanque que los empleados de su hacienda habían improvisado en un tranquilo meandro de su recorrido. Tengo una memoria descolorida de la remendada construcción, pero creo recordar que tenía como propósito un piscícola cultivo. Sus cortas paredes eran quebradizas y deleznables; su inconsistencia se puso a prueba cuando, no pudiendo orillarlo, tuvimos que caminar en forma temeraria sobre aquel precario tapial. Mas, lo que tenía que pasar pasó… resbalé en el lodo mojado y fui a dar con mis huesos en el borde del estanque. Aún no sabía nadar!

Fue en el Oriente donde pude comprobar la eficiencia real que habrían tenido mis lecciones de piscina. No cabe duda que una cosa es con guitarra y otra con violín. Es asunto aún más difícil ese de cruzar un río atolondrado, desbordado y crecido; pero nada supera la fantasmal experiencia de estar metido en medio de las aguas del río cuando se escucha de pronto un ruido fortuito e inesperado, es como un rumor creciente, confuso e impreciso; de golpe uno cae en cuenta que una como ola gigantesca, repleta de troncos y otros residuos viene arrastrando la corriente en su impetuoso trajinar. La riada se ha producido y quienes no saben de qué se trata, casi no tienen tiempo para salir del río y ponerse a buen recaudo.

Esto me sucedió en un pequeño riachuelo que zigzagueaba sobre el dorso de aquel pueblito llamado Río Amazonas o Pastaza, donde fui a volar mis primeros años como piloto petrolero. Pastaza había sido fundado por la Shell, unos pocos kilómetros más abajo de otro pueblo insignificante del que tomó su nombre: Mera. El arroyuelo había sido bautizado de Pindo, estaba encañonado en la selva, en medio de enormes árboles que disimulaban su existencia. No tenía las amplias riveras de otro de aguas más cristalinas, donde fuimos alguna vez a actividades traviesas, menos pudorosas y “cristalinas”: el inolvidable y romántico Alpayacu.

Pero fue en el turbio y cenagoso Aguarico, cuando ya trabajaba para la Texaco, que tuve que demostrarles a mis compañeros que tenía arrestos para cruzarme ese iracundo afluente a nado. Esto sucedía pocos días después de que la fuerza de las aguas había destruido el puente y venía arrastrando con inclemencia los restos de sus malogrados vestigios. Esa vez, sólo alcancé a llegar a la mitad del río. Una rama que no se había dejado arrastrar por la terquedad de las aguas habría de servirme de tabla de salvación. Ya reposado, pude dejarme llevar por la corriente para, con un nuevo esfuerzo, lograr mi perentorio objetivo.

No me ha quedado empeño para volver a intentarlo…

Frankfurt, 25 de abril de 2013
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