07 abril 2013

Las semillas y el viento

En días pasados accedí, no sin cierta reticencia, a conceder una entrevista para una prestigiosa revista nacional; lo hice esta vez, convencido de que el interés de la publicación no se centraba en el personaje, sino en el tipo de actividad que su oficio representaba. Además, creo haberlo hecho por un gesto de reciprocidad con sus editores. Y, en los días anteriores a que saliera a luz el resumen de aquel diálogo, he meditado en forma ocasional en las insospechadas preguntas que en estas ocasiones se nos hace; y en la candidez con que respondemos a tales inquisiciones. He percibido que, en el ánimo de responder con espontaneidad, no siempre decimos lo que más tarde pensamos que pudo haber sido preferible.

Recuerdo que la primera pregunta -disparada a quemarropa- fue justamente la de si yo había tenido una infancia feliz… Y, yo que no termino de entender eso que otros llaman felicidad, dije que sí; porque, aunque viví episodios tristes en mi infancia, puedo decir que esos fueron años de enorme ilusión, de juegos y de curiosidades compartidas, que estructuraron las bases de mi formación personal.

No estoy seguro de si fui fiel a mi autor favorito cuando el interrogatorio derivó hacia los escritores que prefiero; talvez, sin proponérmelo, no incluí a quien es mi predilecto y que es a quien más releo. En cuanto a “qué era lo que estaba leyendo”, debo haber dado alguna respuesta imprecisa, debido a mi confesado prurito de leer con un cierto desorden (y siempre más de un libro a la vez). A veces, me adentro tanto en la trama de mis lecturas -tengo que admitirlo- que termino por olvidar el título del texto culpable de tan entretenida contemplación.

Como cuento, la revista ha salido ya a divulgación. Sin embargo, no he tenido acceso a ella con el objeto de revisar su texto, ni tampoco he podido cotejar mis respuestas con su contenido definitivo. Bien sé, que algunas veces quien nos entrevista puede interpretar nuestros comentarios con referencia a su criterio subjetivo; y que, en ocasiones, incluso se sacan de contexto nuestras expresiones, alterando así su contenido. Alicia me ha comentado que le ha gustado mucho el artículo; me ha dicho que “hemos salido muy bien”… y que “la casa ha salido muy bonita”… Se lamenta, eso sí, que no se ha mencionado a nuestra familia; y, lo que es más importante, que nada se ha dicho de nuestros hijos…

Entonces he caído en cuenta que quizá por no hacerles sentir mal, o talvez por un cierto celo por proteger su propia privacidad, no siempre menciono a quienes constituyen el motivo de nuestro mayor orgullo y realización: ellos, nuestros queridos hijos. La Providencia y la vida han querido que por una consecuencia de nuestros desarraigos y desplazamientos -aquellos que como familia nos vimos obligados a sobrellevar- ellos ahora se encuentren repartidos por el mundo. Esa fue -desde siempre- la insidiosa y tramposa jugarreta que nos reservó el destino. Pero ahí están ellos, ubicados en cuatro continentes distintos, lejos de su familia y de la patria de su infancia; trazándose un derrotero; tratando de construir su propia felicidad; e intentando ser cada día mejores en sus respectivos oficios.

Su madre -la mujer más orgullosa que existe en el mundo- debe haberles enviado ya una nota con las gráficas de la revista. Ahí se ve a un par de seres que miran la vida con alegría -lo revela su sonrisa-; aunque denuncien -con el aspecto que reflejan sus manos- todos sus esfuerzos, sus ocasionales renunciamientos. Las suyas, son las mismas manos del campesino acostumbrado a hundir el azadón para cavar los surcos donde habría sembrado sus ilusiones… Ellos saben que las semillas fueron buenas y tienen la confiada seguridad -vestida de esperanza- de que los frutos han de ser siempre pródigos cuando llegue el tiempo de cosecha!

Isfahan, 6 de abril de 2013
Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario