18 abril 2013

La perla que parecía lágrima

Es la patria de la gente más buena, humilde y servicial que pudiera encontrarse en esta tierra. Es una isla tornasolada en forma de pera o -para no ponerme tan prosaico- una que se asemeja a una enorme perla sin pulir que parece a punto de desprenderse del vértice inferior de la India; y, de una vez, del mismísimo mapa! La Wikipedia la define con un absurdo trabalenguas: “País insular situado en el Océano Índico Septentrional (?) frente a la costa austral del subcontinente hindú en el Asia”… Antes la apellidaban con un nombre de plantación de té: le decían Ceilán. Desde hace medio siglo la han rebautizado de Sri Lanka.
Sus hombres han inventado también la bandera más colorida y hermosa que pudiera hallarse en esas expresiones de la raza, de la pasión y del espíritu en que se convierten los variopintos emblemas. Ellos representan la sangre, la espera, la alegría, el dolor, la ilusión… Y ellos flamean! Nos van diciendo que, aunque el vendaval quiera arrancarles su brío, ellos siguen ahí, afincados al mástil de la fe que les sirve de sustento. Y se yerguen y se encrespan, orgullosos de su heredad!
Sri Lanka es esa misma tierra que soportó la inconformidad impetuosa de los Diablos Tamiles y que luego aprendió a disfrutar de un sorprendente progreso, acicateada por una reinaugurada forma de convivencia y tranquilidad. Un largo camino conduce al viajero desde el bien instalado aeropuerto (ahí, sobresale el celo por el buen servicio y nada exhibe la árida impronta de la mezquindad)… Mas, aquella ilusión de la gente por realizar sus tareas a la vera del camino, hace que el traslado a Colombo se convierta en muy lento y dure toda una eternidad. Produce idéntica impresión que la que dejan aquellos pueblos y recintos de nuestro litoral, que no transigen para que su única calzada resulte postergada por el ágil camino que ya exige la modernidad…
Ahí, junto a los solares de recreo enfrentados a los viejos hoteles coloniales, he ido a disfrutar de una breve caminata; a remojar mis pies cansados en la arena de esa cinta inquieta, espumosa y platinada. Hacia la mitad de la tarde, quema un sol inclemente, incendiario y brutal. Cedo al travieso masaje de la marea pertinaz que quiere acariciarme con su destreza milenaria. Una ligera brisa atempera el bochorno de la canícula, mientras asiste a la ribera marinera una raza oscura, de rasgos bondadosos, lacerada por la angustia y animada por la esperanza.
Sri Lanka es una isla de tamaño equivalente a una cuarta parte del Ecuador; sin embargo, su población supera los veinte millones de habitantes. Su capital es un barrio periférico de Colombo. Sí, sólo un diminuto y altivo barrio, con un nombre magnífico, colosal e interminable: Jayawardenapura-Kotte! Lanka es la tierra de aquella infusión que privilegiaron y difundieron los ingleses; la tierra que regaló al mundo el sabor alegre de la canela desde la encrucijada de unos mares donde se fundieron todas las culturas, las religiones y las razas. Por ello la isla se parece a una perla, aunque nos quieran persuadir que ha de tratarse de una lágrima!
Llamada por los navegantes de todos los mares con nombres exóticos y diversos -Serendip, Ceilán, Isla Cingalesa o Taprobana-; esta es la patria de mi colega y amigo inolvidable: Elmo Jayawardena, un hombre manso de corazón que desde temprano aprendió que para alumbrar había que encender un candil y que para ayudar a la gente había que proclamar el himno universal de la esperanza.
Colombo, 19 de abril de 2013.

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