27 abril 2013

Mi primavera fugaz

“… estoy harto de la gente que muere por una idea. Yo no creo en el heroísmo: sé que eso es muy fácil, y he llegado a convencerme de que en el fondo es criminal. Lo que me interesa es que uno viva y muera por lo que ama”. Albert Camus, “La peste”.

En estos, los desplazamientos trashumantes de mi oficio, caigo de tarde en tarde en la vieja Europa. Son visitas apresuradas y efímeras, aunque no tanto como para no dejarme llevar por la influencia de su impronta. Hay algo más que una expresión latente de cultura, algo más que la raigambre de unos valores, algo más que una forma diferente -si no más civilizada- de vivir en estas ciudades. Es uno como testimonio de que sus hombres e instituciones vivieron, enfrentaron y superaron, tal vez hace ya mucho tiempo, crisis similares a las que nuestros pueblos están abocados ahora.

Las distancias son más bien cortas entre las principales ciudades. Sin embargo, luego de abreviados viajes, cambia el paisaje campesino; se transforma la arquitectura de las ciudades; el lenguaje es distinto; el tipo de comida cede al impulso de diversos e inéditos sabores; cambia la vestimenta; y hasta el clima se altera. Este último factor no solo se relaciona con las latitudes, sino que tiene que ver con ese caprichoso fenómeno que provoca la migración de las grandes masas de aire. Son los frentes meteorológicos, con su éxodo terco, inquieto e incesante.

La naturaleza de mis itinerarios exige en forma ocasional que me desplace por vía terrestre. Hay veces que dejo una ciudad con un clima exultante, solo para descubrir, en medio del trayecto, que aquella benignidad ha cedido paso a una atmósfera sombría, donde más tarde la lluvia no logra sostenerse ya en aquellos pesados nubarrones.

Muchas veces mis hábitos de lectura me hacen descuidar el goce del panorama. Aprovecho de la tranquilidad del transporte para curiosear en la prensa acerca del devenir de las actividades locales. Descubro que en todas partes se habla de política -y que también hay mucha politiquería-; y me pregunto si esa “política”, así entendida, es una rama de las ciencias sociales o es, más bien, solo expresión del histrionismo y, como tal, tan solo un diverso capítulo del arte dramático…

De muchacho me dejé tentar alguna vez por los cantos de sirena de la actividad política. Fue un romance apasionado e intenso, aunque -por ventaja- muy breve y fugaz. Llegué a pensar que, para completar los recursos y necesarios aparejos, me haría falta prepararme en el campo de la jurisprudencia. Pronto habría de advertir que mi carácter no tenía disposición para los litigios y controversias de las que están saturados los senderos del derecho, y no tardaría en abandonar esa poco meditada intransigencia.

Hace pocos días me preguntaron que por qué no me había interesado alguna vez por la actividad política. Recordé que de muchacho solían tomarme en cuenta para que participara en las comedias que preparaban en la escuela. Y reflexioné que si en esos días tal vez exhibí una probable facilidad para el histrionismo -lo cual es requisito "sine qua non" para triunfar en toda forma de arte dramático-, una cosa es saber representar a un personaje y apersonarse por momentos de su papel, y otra muy distinta… la de obligarse a ejercer como un vicario e impenitente comediante, por una perenne o más prolongada permanencia…

Bruselas, 28 de abril de 2013
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