12 abril 2013

Del paisaje y la fortuna

Voy a decir una verdad de Perogrullo. No por sencilla, menos contundente; no por repetida, menos valedera: no existe ningún paisaje feo ni desdeñable en la naturaleza! Si una ventaja tiene la especie humana, es esa precisamente: la posibilidad de viajar y movilizarse por del mundo, pudiendo escoger, disfrutar y reconocer la diversidad de paisajes. Así, unos se convierten en predilectos; ya por inefables, ya por indescriptibles, ya por sorprendentes…

Hay una vista en particular a la que tengo acceso casi cotidiano y privativo: es la deslumbrante y silenciosa quietud de la galaxia en las noches despejadas desde mi atalaya de privilegio. Desde allí puedo controlar la luminosidad del contraste. Es mi punto de vigía: mi diminuta cabina de mando.

Hay -en todo paisaje- un  derroche de color, un equilibrio en la composición, una fuerza y una armonía; hay incluso una como callada e incierta melodía, una música subrepticia que nos cautiva y que nos seduce; que embruja y que subyuga nuestro espíritu. Con esos paisajes reconocemos la finitud de nuestra realidad y apreciamos con humildad la colosal e inenarrable condición que tiene el infinito. Y puede existir, además, un elemento inesperado de sorpresa. Es ahí cuando el paisaje se convierte en epifanía, en revelación; es cuando nos persuade que quiere entregarnos su mensaje misterioso, enigmático y secreto…

Y existe algo más en el espectáculo primigenio del panorama: ese arrebato, esa impresión deslumbrante que nos provoca en la cláusula inicial, que de súbito cesa de ser virginal, cuando se convierte en “primera vez”… Eso ha de ser lo que define nuestra devoción por esos lugares, que provoca nuestra reverencia, que motiva nuestras ganas de volver!

Por eso quiero contar ahora de aquel impromptu, de una experiencia visual que nunca estuvo programada -ni tampoco advertida, ni previamente concebida-. Ella ocurrió una noche inolvidable y consistió en el goce de la luminosa, colorida y deslumbrante perspectiva del puerto de Hong Kong, desde aquella caprichosa dársena convertida en portaviones que fuera el viejo aeropuerto de Kai Tak, en la península de Kowloon, avecinada a los Nuevos Territorios.

Pero, para hacerlo, tengo primero que comentar que eso de aterrizar hasta hace quince años en el viejo aeropuerto de Hong Kong, antes de la construcción del ahora situado en la isla de Lantau, era una experiencia profesional apasionante y enteramente diferente. Para empezar, Kai Tak estaba rodeado de farallones que con vértigo portentoso se precipitan sobre el filo de la bahía. Allí, en un apéndice artificial, una angosta franja de concreto definía a la única pista de aterrizaje.

El problema con Hong Kong estaba en que… no aproximábamos para enfrentar la pista, como en cualquier otro aeropuerto, sino que siempre -aun en condiciones de baja visibilidad y con vientos encontrados- debíamos hacer el procedimiento apuntando hacia un cerro, donde “al llegar a mínimos” nos encontrábamos con un tablero de ajedrez, dibujado en la ladera, que invitaba a abortar la maniobra o a iniciar un estrecho viraje a precaria altura para encarar el inminente aterrizaje.

Luego de esos minutos de tensión -donde se ponían en juego toda la intuición, la astucia, la pericia, la experiencia y el discernimiento- el aparato desaceleraba y recobraba esa parsimoniosa lentitud que en tierra lo hace parecer tan solemne. Era entonces, justo antes de virar hacia la calle de rodaje para satisfacer el acercamiento hacia el terminal, cuando de golpe se pasaba a disfrutar de ese panorama -reflejado en las aguas de la bahía- que surgía espléndido y exultante! Ahí, al advertir la maravillosa luminosidad de los edificios en ese espectáculo de privilegio, uno sentía el gozo visual y la melodía; dejaba rodar una lágrima por su mejilla; y se sentía orgulloso de ser parte de la civilización y de la especie. Sabía que era solo un instrumento que hacía posible esa sublime visión indescriptible!

Jakarta, 12 de abril de 2013
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