13 abril 2013

Mi nombre, otra vez!

Estoy como los perros cuando se persiguen la cola… y a sabiendas de que, por mucho que acelere mis giros -acosando así a mi propio apéndice-, sólo habré de enfrentarme a dos alternativas: que no llegue jamás a alcanzar mi necio objetivo o que, si lo consigo, sólo termine yo mismo lastimado! Es que, otra vez, han reservado la primera parte de uno de mis viajes, utilizando el nombre con el cual la gente me conoce; aunque yo he realizado similar gestión para asegurar el siguiente tramo del mismo periplo, haciendo uso del nombre que asoma como primero en mi pasaporte, atendiendo así a las vigentes normas de seguridad… Sucede que estoy impedido, por eso mismo, de efectuar la necesaria conexión!

El mío no es un caso aislado, aunque tampoco es infrecuente: es que a mí me pusieron demasiados nombres! Parece que esa era ya una costumbre española que se puso de moda a finales del siglo diecinueve y que empezó a entrar en desuso hacia mediados del siglo pasado. Y así como a Picasso le habían asignado medio santoral (Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Crispiniano de la Santísima Trinidad), nada de extraño tenía que trataran de otorgar a otros similar e inacabable letanía: Antonio Cipriano José María y Francisco de Santa Ana Machado y Ruiz fue, por ejemplo, el nombre completo de Antonio Machado…

Pero no debo echarles la culpa a mis venerados padres, ni a las almas benditas que con probabilidad les instigaron. “Mariano-de-Jesús-Alberto”… Mis padres habrían insistido en aquel Alberto, a pesar de que antes ya se había utilizado el nombre para bautizar a otro de mis hermanos. El nombre me vino por el lado de los dos abuelos: era la tradición y era una costumbre general; no hay en ello nada de extraño. Eso pasaba antes en las familias, cuando querían rendir homenaje a los antepasados. La primera parte, sin embargo, la del nombrecito compuesto, parece que obedeció a la enfermiza condición de un irregular embarazo: mis padres quisieron buscar la protección del cielo y optaron por consagrarme a algún santo!

Yo habría de complicar las cosas más tarde con mi reticencia a que me llamasen de Mariano. No contento con esto, a veces ponía cara de serio y comentaba que era tal la profusión de nombres de los que disponía, que se hacía muy difícil fijar una fecha para celebrar mi onomástico. Así inventé una lista inacabable con el ánimo de encubrir tan ignominioso como sombrío legado: Mariano de Jesús Alberto Gustavo Francisco Javier de la Santísima Trinidad, repetía… Me faltaba resuello para concluir con los apellidos… y, para cuando llegaba a ellos, ya se habían olvidado de aquel nombrecito nefando.

Mis amigos indonesios tienen un solo nombre: no tienen apellido! Cuando viajan por el mundo y les exigen uno, recurren al único nombre del autor de sus días. Lo mismo sucede con mis colegas islandeses que acomodan el nombre propio de su padre para “crear” su propio apellido; añaden el sufijo “son” o “dóttir”. Si el padre se llamó Valdimar, el hijo se apellidará Valdimarsson; y si el patronímico de ella es Birnirsdóttir, será porque Birnir es el nombre de quien la ha engendrado.

Los norteamericanos han optado por abreviar los nombres con que los conocen; y, en el caso de las mujeres casadas, ellas han optado por eliminar el apellido de solteras de sus cartas de identidad. Yo, mientras tanto, sigo persiguiendo mi cola como un canino; pero he convenido al menos en una fuente de consuelo: tampoco me han bautizado como Crispiniano, ni como Nepomuceno; y, aunque yo mismo lo habría propiciado, nadie me llama “de la Veracruz”, ni “de la Santísima Trinidad”. Tampoco está tan mal eso de que me llamen con el prosaico nombre de Mariano!

 Jakarta, 13 de abril de 2013
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