01 abril 2013

El olor de la cebada

Debe haber sido en una de mis primeras clases de antropología -si las tuve-, o de historia, cuando debí haber escuchado por primera vez el nombre de Java, la isla de Indonesia; este, un enorme país insular, verdaderamente un archipiélago, que queda a medio camino entre dos océanos: el Indico y el Pacífico. Creo que habré escuchado aquel nombre junto a otros como los de Neanderthal o Cromagnon, porque Java -en idéntica forma que Pekín- podía presumir de contar con fósiles prehistóricos que hablaban de la antigüedad de la raza humana. Debe haberme parecido curioso que existiese una isla con casi idéntico nombre que un tipo de caja que servía para almacenar la cerveza (jaba); del mismo modo que más tarde me sorprendería conocer que Java pudiera significar cebada en idioma sánscrito.

El nombre que aprendimos en la escuela se pronunciaba con la jota castellana -nuestra herencia árabe-, una de las letras más particulares que tiene nuestro idioma -y la fricativa más difícil de pronunciar, de acuerdo a quienes aprenden esta lengua española-. Esto porque la pronunciación real -la de la jota inicial-, en la mayoría de las demás lenguas, y sobre todo en las autóctonas, tiene más bien un parecido con uno de los sonidos de los que carece el castellano: el de una ye, o i griega, disfrazada de jota, pero con una música similar a la que utilizan ciertos quiteños cuando dicen “llave”, o los rioplatenses cuando pronuncian “caballo”.

Java, debido a sus ancestros culturales hinduistas, estaría ya mencionada en la épica hindú del Ramayana, cuando el rey Rama (el avatar o reencarnación de Vishnu) había enviado a su ejército a la isla a buscar a la diosa Sita (que quiere decir “surco”, como sinónimo de fecundidad), la misma que sería el compendio de lo que deberían ser las virtudes maternales y femeninas. Java tiene un tamaño similar al de casi la mitad de la superficie territorial del Ecuador, aunque con una población diez veces más intensa: casi ciento cincuenta millones de habitantes; de hecho, Java constituye la isla más poblada que existe en el planeta.

Java fue además un importante centro del budismo hindú y de los sultanatos islámicos; y Jakarta, su capital -la antigua Batavia-, fue también base del dominio colonial de las llamadas Indias Holandesas Orientales. Java es una isla de carácter volcánico, una de las más grandes que hay en Indonesia. El javanés es aquí el idioma dominante, aunque todo se conduce en indonesio bahasa. Hoy por hoy, la mayoría de la población es musulmana. El tipo de vestimenta sigue -como sucede en casi en todo el mundo- las costumbres de la moda occidental; aunque hasta hace pocos años -y sobre todo la moda femenina- seguía las prescripciones de la ley Sharía, aunque con un colorido mucho más alegre, vistoso y característico.

He “estado” (o más precisamente: he “aterrizado”) en Java, un centenar de veces -sobre todo en Jakarta, la capital de Indonesia-. La mayoría de las ocasiones que vine a la isla fue por viajes de ida y vuelta. A excepción de una pernocta breve en Surabaya, y otra aun más fugaz en la misma Jakarta, no había tenido oportunidad real de explorar esta última ciudad, una de las metrópolis más populosas y llenas de contrastes que existen en el mundo.

La primera impresión que experimenta el viajero es la de una isla de clima húmedo y tropical, con una vegetación variada y sumamente fértil. Pero pronto descubre que la actitud amigable y religiosa de su gente ha ido convirtiendo a su capital en un enclave son signos de progreso sorprendente. Jakarta es una ciudad limpia y bien trazada, con admirables edificaciones, con parques enormes y bien cuidados, con plazas, avenidas y bulevares, como solo pueden verse hoy en día en las grandes capitales. Aquí han llegado al galope el progreso y la modernidad. Y, a pesar de las restricciones del Islam, aquí se elabora una magnífica cerveza…

Jakarta, 1 de abril de 2013
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